Característico de ciertos nacionalismos es su resentimiento contra España, imposible de erradicar, porque los nacionalismos hispanoamericanos, como los nacionalismos periféricos en la propia España, han sido y serán, por definición, antiespañoles.
Carmen Caffarel, directora del Instituto Cervantes, me pide unas líneas sobre la importancia de los Congresos Internacionales de la Lengua Española. Estoy seguro de que la tienen, pero no podría decir para qué, en concreto. Cuando yo estaba en el puesto que hoy ocupa Carmen, organicé uno de estos congresos, el de Valladolid, en octubre de 2001, sobre las perspectivas económicas del español. Repaso las ponencias de entonces y compruebo que casi todo lo que allí se dijo ilustraba las esperanzas de aquel momento y, en particular, las que dominaban en la España de un tiempo de expansión y conquista de mercados. El país parecía haber entrado con buen pie en el nuevo siglo, y ni siquiera los recientes atentados de Nueva York ensombrecían un optimismo que vivía de su inercia. Resumiendo mucho, diría que los españoles tendían a confiar en sus posibilidades y a representarse el mundo como un espacio abierto a sus iniciativas. Hoy, la situación es precisamente la contraria.
Por aquellas fechas, muy pocos -si alguno había- se atrevían a asumir el papel de lúcidos aguafiestas recordando algo tan simple como que también teníamos enemigos interesados en que las cosas no salieran como nos las prometíamos. En rigor, no éramos la excepción. Toda Europa había decidido cancelar unilateralmente sus hostilidades internas y externas. Prescindir del enemigo, reducir toda diferencia a un problema de lenguaje y suponer que cualquier conflicto podría solucionarse a base de diálogo resultaba muy tranquilizador para un continente que había sido escenario de demasiadas guerras. De modo que la primera reacción a los acontecimientos del 11 de septiembre de 2001 fue decirse que aquello no iba con nosotros, y que, por muy desagradables que se pusieran los islamistas, los Estados Unidos se la habían buscado con su demencial política exterior, armando a los talibanes afganos contra la Unión Soviética y apoyando a Israel contra los árabes. Cuando las bombas estallaron en los trenes madrileños, la culpa se trasladó al gobierno de Aznar. La cuestión era, como había sucedido tres años antes, empecinarse en no reconocer al enemigo como tal y buscar un chivo expiatorio en los enemigos del enemigo. En España, esa lógica de la transitividad delirante desintegró la nación en la víspera de las elecciones legislativas del 14 de marzo de 2004, y sobra añadir que no la ha recompuesto desde entonces.
Los Congresos de la Lengua Española alimentan el mito de una comunidad que sólo existe ya como unidad de lengua. Desde hace veinte años, un nacionalismo revolucionario de nuevo cuño ha ido socavando los consensos nacionales en Venezuela, Bolivia, Ecuador, Nicaragua y Honduras (y desequilibrándolos seriamente en Perú, Argentina y Uruguay). Característico de estos nacionalismos es su resentimiento contra España, imposible de erradicar, porque los nacionalismos hispanoamericanos, como los nacionalismos periféricos en la propia España, han sido y serán, por definición, antiespañoles. Ningún gesto de amistad con los demagogos nacionalistas de las repúblicas que seguimos llamando hermanas impedirá que se ensañen con las empresas españolas ni que se permitan, siempre que se les antoje, desaires al gobierno y a las instituciones (nada digamos ya de la oposición) de lo que siguen llamando cada vez con mayor choteo la madre patria. Y. desde luego, no contribuirá a acercar posiciones entre españoles, sino todo lo contrario. Quiero creer que los Congresos de la Lengua sirven para algo más que mantener mitos, pero no se me ocurre qué contarle sobre el particular a Carmen Caffarel.
Jon Juaristi, ABC, 13/9/2009