IGNACIO CAMACHO-ABC
La fallida reforma de la Ley de Amnistía, acta de paz civil entre los españoles, ha sido un ataque a las bases del sistema
LA Transición no fue un pacto de olvido sino de reconciliación entre las dos viejas Españas. Lo que había pasado desde la guerra (in)civil no se podía olvidar pero sin perdón mutuo tampoco había modo de construir una democracia. El paso decisivo, sin el que no hubiera sido posible la Constitución, fue la Ley de Amnistía, la verdadera acta de la paz entre los españoles, la expresión de la renuncia colectiva a la venganza. Una victoria común sobre el peso del pasado, sobre los demonios de una Historia malograda. Ese gesto de reciprocidad, que descartaba el ajuste de cuentas para poder pasar página, fue el hecho fundacional de un régimen de libertades que para nacer necesitaba desprenderse del sempiterno hábito cainita de la represalia.
Por eso, el intento fallido de Podemos y de los nacionalistas para reformar la ley del 77 –no se atrevieron a tratar de derogarla, quizá creyendo que el PSOE se sumaría a una oblicua enmienda– representa un ataque nada casual a las bases del sistema. Hace tiempo que los diferentes grupos populistas tratan de deslegitimar la estructura moral del constitucionalismo español y de demoler sus vigas maestras. Aunque esta vez se les ha visto demasiado el cartón –con Bildu como proponente era inviable aparentar inocencia– lo volverán a procurar de una u otra manera. Bajo el pretexto de juzgar los crímenes del franquismo subyace la idea esencial de presentar la Transición como un acuerdo forzoso impuesto por los vencedores de la guerra, es decir, como una continuación disimulada del orden surgido de ella. Un planteamiento cenital en el esquema ideológico de la izquierda. No sólo de la más extrema porque ya el zapaterismo lo esbozó hace una década.
Esta vez los socialistas estuvieron donde les corresponde: en su responsabilidad como partido de Estado. Pero en sus propias bases existe voluntad de distanciarse del papel estabilizador que el felipismo ejerció durante la configuración del marco democrático. También el Partido Comunista y sus herederos sienten un cierto arrepentimiento de su contribución a aquel compromiso que ahora tienden a ver como un fracaso. La ausencia de una eficaz pedagogía política e histórica ha provocado que el mejor logro contemporáneo de este país carezca de un relato, y las nuevas generaciones se han vuelto sensibles a la demagogia liquidacionista de unos líderes iluminados cuya estrategia de demolición se basa en presentar la España más libre y avanzada de los últimos cien años como un siniestro legado de Franco.
El siguiente proyecto es una ley mordaza, ya redactada, para imponer una versión uniforme y maniquea de la Historia. Para decretar, en la más pura tradición estalinista, lo que debe y no debe ser dicho con arbitrariedad categórica. Pero que nadie se confunda: no van contra la memoria de la dictadura sino contra la libertad de una sociedad capaz de discernir por sí sola.