Martín Alonso, EL CORREO, 19/10/11
Se anuncia el advenimiento de la era de la reconciliación y se convoca, diez años justos después de su homónima, una Conferencia Internacional de Paz para celebrar los nuevos tiempos. Estas líneas quieren iluminar algunos recovecos de su trastienda.
Walter Kemp, experto de la OSCE y ajeno al evento, asegura que “desmantelar las mentes es tan importante como desmantelar las armas”; el Nóbel A. Solzhenitsin manifestó al volver del exilio: “la reconciliación nacional es una gran tarea y muy necesaria, pero no puede haberla sin una limpieza mental”. En Hijacking America, Susan George explica cómo un puñado de think tanks neoconservadores ha conseguido imponer su hegemonía cultural en EEUU. En el III Encuentro sobre memoria y víctimas del terrorismo, Luisa Etxenike apuntaba al confusionismo del lenguaje y la desnaturalización del sentido de las palabras en el País Vasco.
El tercer espacio, promotor de la Conferencia mencionada, ha ocupado una posición central en el escenario vasco y, en el falible razonar de quien escribe, tiene mucho que ver con lo uno y con lo otro. Dan fe de ello las afinidades electivas con el léxico del nacionalismo soberanista. En palabras de Jonan Fernández, el concepto “tercer espacio” (TE) designa a “una mayoría social que se caracteriza[ba] por rechazar la violencia, no aceptar el inmovilismo, querer superar la polarización y defender el diálogo”. Para actuar como tal “no es necesario ni pedir permiso, ni esperar que te lo concedan”. De aquí —imperativo de brevedad obliga—se desprenden dos características definitorias: 1) Es autodesignado y autoproclamado, lo que tendrá consecuencias en cuanto al contenido del rol incorporado de mediador, 2) abraza la pretensión de representar a la sociedad vasca en su conjunto, y para ello se sirve de artilugios acumuladores de potencial de representación simbólica: observatorios, encuestas, consultas, avalistas internacionales, etc. Entre los motivos de su influencia destacan dos nuevos rasgos: 3) el haber proporcionado una imagen social autocomplaciente —“la sociedad vasca se ha movilizado masivamente contra ETA”— muy alejada de lo que ha demandado la presencia cotidiana del terror y, especialmente, 4) un arte de la acrobacia y la prestidigitación capaz de combinar una lírica edulcorada con una ontología entregada al esencialismo etnorradical; se recurre para ello a una diálisis del sentido, que aboca a la confusión; la estrategia del calamar, en suma, encaminada a difuminar, reenmarcar, desvirtuar, ofuscar. El oxímoron de una imparcialidad tan declaradamente partidista como muestran su adhesión a Lizarra y en general a las iniciativas en pos de la unión sagrada soberanista son un indicio. Dos elementos destacan en esta función ofuscadora. Uno es la pulsión niveladora, dirigida a establecer simetrías, equidistancias, paralelismos y equivalencias, tanto en la victimación como en el sufrimiento o la representación —“igualdad para materializar todos los proyectos políticos”—. El otro es el anclaje en el paradigma identitario del “conflicto” con sus corolarios: victimismo, derecho a decidir y a la consulta… Los dos últimos convergen: no hay un perfil diferencial para las víctimas del terrorismo, englutidas en la masa amorfa del conflicto fundacional. Los hechos no desmienten esta visión: no constan iniciativas de alcance desde este sector a favor de las víctimas de ETA y las asociaciones que las representan.
Desde el punto de vista de la acción colectiva, el TE ha jugado su papel fundamentalmente como una fuerza de contramovilización, tendente a proteger al movimiento radical de la acción del estado de derecho: sus protestas contra la ley de partidos, avalada por el TEDH, o ante las detenciones de líderes destacados así lo apuntan. La acrobacia dialéctica permite que quienes tan firmemente se opusieron a las medidas judiciales y policiales que han llevado a ETA a su virtual extinción utilicen hoy este estado de cosas como leitmotiv para nuevas exigencias. El “final ordenado”, facturado desde Arantzazu, equivale a un tablero “sin vencedores ni vencidos” (nacionalismo radical) y, por tanto, donde “todo el mundo… [piense] que ha ganado” (J. Powell, impulsor de la conferencia). Se trata de pasar página y de emborronar la huella de la abominación. Los muertos, amputados, huérfanos y aterrorizados no son motivo de escándalo, sí lo es, para el mediador estrella también convocante de la Conferencia, además de “increíble” y “contraproducente”, la condena de Otegi.
Los denominados mediadores, expertos y actores asociados se comportan como ventrílocuos que replican los argumentos de sus patronos, y se adaptan a un guión tradicional del nacionalismo radical: la búsqueda de legitimación por la vía de la cooptación de apoyos internacionales. La mediatizada Conferencia bien puede ayudar a arropar la desnudez de ETA, evitando la vergüenza de “que se rinda incondicionalmente” (B. Currin) y, sobre todo, a servir de trampolín electoral a la nueva coalición. Nada de ello contribuye a lo que debería ser, mutatis mutandis, un proceso análogo al de la desnazificación. La “liberación cognitiva” —la limpieza y el desarme de las mentes—, necesaria para una reconciliación con justicia, no se producirá mientras perduren los sofismas que amparan la complacencia retrospectiva, la indulgencia con el presente y el peaje de la página en blanco como condición de futuro.
Martín Alonso es doctor en Ciencias Políticas y miembro de Bakeaz.
Martín Alonso, EL CORREO, 19/10/11