Kepa Aulestia, DIARIO VASCO, 17/12/11
La izquierda abertzale continúa endosando al sistema de libertades la responsabilidad de acomodarla en la democracia y sus instituciones
La negativa de la Mesa del Congreso, con mayoría del PP, a que Amaiur cuente con grupo parlamentario propio suscitó ayer las consabidas reacciones que han venido provocando las cortapisas institucionales a la izquierda abertzale: socialistas y jeltzales indignados porque se haya confinado a la coalición independentista al Grupo Mixto cuando con anterioridad a la resolución de la Mesa no se habían pronunciado al respecto. No nos vamos a engañar, la política está compuesta de principios y de intereses partidarios, y a menudo solo cuando estos últimos quedan a salvo salen a colación los primeros. Si nos preguntásemos sobre quiénes hubiesen sido las formaciones más perjudicadas en el caso de que Amaiur contara con grupo propio, la respuesta sería evidente: socialistas y jeltzales, porque unos necesitan que su rol como primera fuerza de oposición prevalezca sin estridencias ajenas y porque los segundos necesitan retener todo lo que puedan el monopolio de la representación nacionalista en las Cortes.
Pero lo ocurrido suscita una duda inmediata: hasta qué punto la coalición independentista pretendía asegurarse un grupo parlamentario propio y hasta qué punto la izquierda abertzale trataba de que ello fuera, si acaso, una concesión del resto de la Cámara y especialmente del PP. Porque la fuerza representada últimamente por Errekondo podía haber aplicado alguna alternativa reglamentariamente más sólida para hacerse con un grupo propio que la argucia empleada, como la toma de posesión de sus siete parlamentarios para recabar después la ayuda de Geroa Bai, e incluso su presentación electoral en Navarra con una marca algo distinta a la utilizada en las tres circunscripciones de Euskadi. No habría que descartar la hipótesis del despiste. Pero probablemente la izquierda abertzale prefirió dejarse llevar por su particular regla de oro: procurar el máximo beneficio al menor coste. Dicho con otras palabras, transferir al sistema democrático en su conjunto la responsabilidad, en esta ocasión, de acomodarlos parlamentariamente.
Se trata de un cálculo instintivo con el que la izquierda abertzale tiende constantemente a poner a prueba sus posibilidades de endosar a los demás la carga del proceso que se empeña en impulsar desde mucho antes de que ETA anunciara su cese definitivo. De ahí que la jactanciosa unilateralidad de la tregua corroborada se haya convertido a cada paso en un emplazamiento dirigido nada menos que a los «Estados español y francés» para que actúen en consecuencia. Una y otra vez aparece el discurso que presenta la paz como un estadio en el que el cese definitivo del terrorismo sería correspondido por el Estado constitucional con concesiones de distinto orden que vendrían a recompensar el desistimiento etarra.
La inmensa mayoría de la ciudadanía, en Euskadi y en el resto de España, identifica la paz con la ausencia de violencia y con la certeza razonable de su irreversibilidad. De modo que toda apelación a la paz como anhelo o futurible incierto deja en entredicho que el paso dado por ETA sea irreversible y contribuye a incrementar su poder fáctico cuando se da por finiquitada su presencia. La identificación de la paz con la renuncia a las armas genera un vértigo que los activistas de la banda no han conseguido superar y del que se hacen partícipes sus seguidores más jóvenes, esos que por edad ni siquiera han podido recrearse en el «conflicto armado». Pero sobre todo acelera el «proceso» a un ritmo excesivo para los intereses de una izquierda abertzale que no quiere desprenderse del valor disuasorio y argumental de que la paz no ha llegado todavía.
Cada paso hacia la integración institucional de la izquierda abertzale va acompañado de gestos y palabras que tratan de justificar una ignominia de décadas. De modo que la receptividad general respecto a lo primero acaba pasando por alto la cruel insolencia que entraña lo segundo. El instinto calculador de la izquierda abertzale se abre así camino hasta lograr que los demás se hagan los olvidadizos, y los reproches hacia su conducta pasada y presente se pronuncien en voz baja, en un tono imperceptible en medio de tanta pose noticiosa.
Hoy la noticia será que la izquierda abertzale, en su calidad de firmante del Acuerdo de Gernika, procede al reconocimiento formal de las víctimas del conflicto. Lo que algunos de sus voceros prefieren definir con mayor precisión como «víctimas causadas por el conflicto», diluyendo aun más la culpa y equiparando aun más a cuantas personas digan sentirse como tales. El mensaje de fondo que intentan trasladar resulta definitivo: esto es lo que hay, que nadie espere declaraciones de arrepentimiento. Pero aun a pesar de ello conviene percatarse de que su aproximación a las víctimas sigue las pautas de un ardid trilero que, por un lado, imputa al devenir de la historia la constatación objetiva de las experiencias más dolorosas y, por el otro, opta por reconocer el dolor padecido por las víctimas y sus deudos como una vivencia subjetiva que cualquiera -léase las «otras» víctimas o los presos- pueda reivindicar para sí.
Su instinto calculador lleva a la izquierda abertzale a situar la paz y la normalidad en un horizonte difuso porque necesita apurar hasta el último momento la combinación escenificada, jueves y viernes, ante Su Majestad primero y en el primer ayuno foral por los presos después. No quiere que se le acabe el tiempo de la excepción. Hasta el confinamiento de Amaiur en el Grupo Mixto del Congreso puede ser una buena excusa para prodigarse en la intermitencia entre el parlamentarismo y una protodemocracia ventajista.
Kepa Aulestia, DIARIO VASCO, 17/12/11