- Si el Gobierno saca pecho por las ventajas de la inmigración, es responsable también de los problemas derivados de ella.
En julio de 2015, la canciller Angela Merkel fue invitada a un talk show de televisión en el que unos niños podían hacerle preguntas. Una de ellos era Reem Sawhil, una refugiada palestina que le explicó la ilusión que le hacía poder estudiar en Alemania y desarrollar allí su vida.
Merkel, en lugar de contestar vaguedades como política, lo hizo como una persona adulta, y le explicó que en esos momentos había centenares de miles de solicitantes de asilo, que tenían que filtrar las peticiones, y que no podían abrir las puertas a cualquiera.
Simplemente, concluyó, «no lo podemos hacer». La niña se echó a llorar y la canciller, sinceramente conmovida, bajó del estrado para consolarla. Seis semanas más tarde, Merkel, tal vez más como política que como adulta, abrió las fronteras y dijo «podemos hacerlo».
Fue un bonito gesto de solidaridad, pero tuvo consecuencias.
Una de ellas ocurrió la siguiente Silvesternacht (el 31 de diciembre) en Colonia, en la zona comprendida entre la estación y la catedral.
Allí se habían reunido unos quinientos hombres, la mayoría solicitantes de asilo de origen árabe o norteafricano, que se dedicaron a acosar en grupo a las mujeres que tuvieron la desgracia de pasar por allí. Las agredidas eran separadas de los hombres que las acompañaban y sometidas a tocamientos colectivos, un episodio completamente inaudito en occidente.
Pero lo más sorprendente fue la pasividad de la policía, tanto durante como después del incidente, que se limitó a afirmar que todo había sido bastante pacífico.
Este velo de silencio de las autoridades se extendería posteriormente ante nuevas agresiones protagonizadas por emigrantes. La solidaridad de Merkel había provocado imprevistas consecuencias negativas, pero en vez de analizarlas fueron rápidamente barridas debajo de la alfombra.
¿Por qué?
Una razón legítima era evitar la estigmatización de un colectivo bastante baqueteado por la guerra (la de Siria estaba en su apogeo) y el éxodo. Si empezamos a sacar a la luz casos de emigrantes que han violado a alemanas (pudieron pensar) corremos el riesgo de extender la sospecha hacia todos los emigrantes, cuando los violadores son muy pocos.
El pasado sábado, una niña de catorce años fue violada en un parque de Hortaleza, y su agresor fue, presuntamente, un mena de diecisiete años del Centro de Primera Acogida para Menores de la localidad.
Aquí, en el país donde se organizaron manifestaciones por el beso de Rubiales, el silencio también ha sido atronador. Es verdad que Irene Montero, siempre sensible a los abusos contra las mujeres, puso un tuit, pero fue para denunciar a un alcalde del PP de Tenerife.
Es difícil creer que el motivo de este silencio haya sido evitar la estigmatización del colectivo «emigrante» cuando no ha importado hacerlo con el colectivo «hombre»: durante años el foco se ha aplicado obsesivamente sobre cualquier caso aislado de violencia contra la mujer para defender la existencia de una masculinidad tóxica y un machismo estructural en la sociedad.
Entonces, ¿es más grave el pico de un calvo torpe en Australia que la violación de un mena en Hortaleza?
No exactamente. En realidad lo relevante no es el «qué», sino el «quién», y el interruptor de la indignación moral se activa inmediatamente ante un hombre blanco occidental, pero no ante un magrebí.
Pero ¿provoca la inmigración un aumento de inseguridad hacia las mujeres? ¿Cometen más agresiones sexuales los inmigrantes?
Atendiendo a los datos de condenas por delitos sexuales del INE parece que sí. Aunque los números absolutos son muy bajos en ambos casos, los emigrantes tienen un porcentaje cuatro veces mayor que el de los españoles.
Para evitar el sesgo de edad (los inmigrantes son más jóvenes, y en la franja de dieciocho a treinta años se comete el mayor número de delitos), podemos acudir al Informe sobre delitos contra la libertad sexual entre 2017 y 2023 que publica el Ministerio del Interior.
Y en los delitos de agresión sexual con penetración (los más graves), con autores entre los dieciocho y los treinta años, de nuevo encontramos una sobrerrepresentación de los inmigrantes. El porcentaje de extranjeros que cometen estos delitos es 2,5 veces superior al de españoles.
Esto no quiere decir que se tenga que acabar con la inmigración. Pero el Gobierno debe ser consciente y adoptar medidas preventivas (y correctivas, claro).
Si saca pecho por las ventajas de la inmigración, es responsable también de los problemas derivados de ella.
Lo que resulta especialmente molesto es que el debate de la inmigración está infectado de moralina. La explicación de los silencios no parece estar en un bienintencionado intento de evitar señalamientos, sino en el exhibicionismo moral.
Declarar el apoyo incondicional a los emigrantes ilegales proporciona virtud sin esfuerzo (siempre que no tengas que convivir con ellos), y toda crítica delata al pecador de derechas. En ese sentido, las víctimas, como la niña de Hortaleza, se sacrifican en el altar de los podios morales.
Y me temo que hay una última explicación aún más siniestra. Al Gobierno le conviene la inquietud generada por la inmigración porque sabe que es canalizada hacia Vox, y sabe que sólo puede sobrevivir como némesis de la ultraderecha.
¿Está usted diciendo que nuestros gobernantes son tan indeseables como para introducir inseguridad y generar polarización sólo para mantener el poder?
Reflexionen un momento y contesten ustedes.