Editorial-El Correo

  • No cabe resignarse ante los rebrotes violentos, herencia que Bildu también debe atajar para controlar su disidencia y aspirar al poder con dignidad

Los graves disturbios protagonizados hace una semana en Vitoria por grupos vinculados a la izquierda abertzale y su disidencia, con la coartada de reventar un acto de La Falange, revelan un preocupante rebrote de la violencia callejera en las calles que puede ir a más. El eco de los incidentes se ha trasladado al Parlamento, donde los partidos exigen una condena sin matices a EH Bildu, que intenta desviar la atención al exigir responsabilidades a la Administración por autorizar la concentración. Es un sentimiento ampliamente compartido en Euskadi el rechazo, cuando no el desdén, que suscitan expresiones rancias y reaccionarias como las de ese grupúsculo de nostálgicos del franquismo, cuyos integrantes buscan la provocación sin disimulo. Pero la reacción salvaje de los radicales vascos, articulados en torno a un mal entendido antifascismo, merece la repulsa más contundente.

No se trata de que Bildu cierre filas para zanjar diferencias internas que no tienen por qué sufrirlas el resto de la sociedad. La izquierda abertzale está obligada a embridar a sus grupos más díscolos si quiere hacerse acreedora de la alternancia que busca con ahínco. Por dignidad, debería aprovechar el momento para marcar una línea roja con la violencia. Pretender liderar Euskadi y seguir siendo clave en la estabilidad de España, con un apoyo leal a Pedro Sánchez, es incompatible con dar refugio a un oscuro pasado.

No es la primera vez que el consejero de Seguridad se declara desbordado por la virulencia de los incidentes. Aplicar la proporcionalidad para prevenir algo tan irracional como la violencia puede evitar males mayores. Pero tampoco cabe resignarse ante los rebrotes violentos y, con ellos, la falta de libertad en las calles. Siendo lícita la crítica rotunda a la Administración en su respuesta a las demandas más sangrantes de la sociedad, especialmente de los jóvenes, resulta inadmisible por completo imponerla por la fuerza.

No obstante, los vándalos en Vitoria no reclamaban mejoras en vivienda, sanidad o educación. El terror sembrado y la destrucción del patrimonio público, con el evidente riesgo para la integridad de vecinos, trabajadores y ertzainas superados en número por los radicales, son muestras inequívocas de intolerancia y autoritarismo, peligrosas señales del mismo fascismo que dicen despreciar. Para repudiar movimientos como la Falange, ya están los jueces, los parlamentos democráticos y una ciudadanía que afortunadamente hace mucho que les dio la espalda.