Iglesias es un hombre contra sí mismo que solo ofrece conflicto y que no asume la responsabilidad de sus decisiones personales, que socializa en Podemos
Lo sustancial del comportamiento de Pablo Iglesias, sin embargo, consiste en su reiterada tendencia a socializar sus responsabilidades en la masa crítica de Podemos. Lo hizo cuando adquirió el chalé en Galapagar, logrando en mayo de 2018 que un 68% de los inscritos del partido le aclamasen —también a Irene Montero—, dando por bueno que su secretario general viviera como no pensaba (un burgués) sin reparar en que acabaría pensando cómo vive (un poderoso). El ahora vicepresidente está rendido a su pulsión desordenada de poder, razón última por la que está destruyendo la organización que dirige y en la que se ha convertido en el ‘hombre providencial’ cuyos mandatos no caducan.
El caso Dina es tan privado —de distinta naturaleza, aunque más grave— como su decisión de instalarse en la sierra madrileña en una vivienda unifamiliar con jardín y piscina. Pablo Iglesias ha reconocido —y hasta ahí se puede aseverar— que retuvo varios meses la tarjeta SIM del móvil robado a la que fuera su asesora, Dina Bousselham, que denunció el hecho y la recuperó dañada. La explicación del vicepresidente del Gobierno sobre el reintegro tardío de la tarjeta del móvil a su propietaria es pueril (¿machista?): quería librar a su amiga Dina de la presión de conocer lo que ya conocía, esto es, el contenido digital de su teléfono: correos, fotografías, textos, en definitiva, datos amparados por el derecho a la privacidad de la titular del móvil. Quien entregó el aparato a Iglesias no actuó bien. Compadreó con el poder y el vicepresidente aceptó esa complacencia sin pestañear.
Iglesias ha hecho en el caso Dina, ‘mutatis mutandis’, lo mismo que con la adquisición de su chalé: una decisión suya, tan personal como extraña y sospechosa, la ha convertido en un ataque a Podemos y a la existencia de la propia coalición gubernamental. De nuevo, socializa en el partido la responsabilidad de un acto propio e intransferible y diluye así en la organización la eventual culpabilidad en la que haya podido incurrir. ¿Cuál? La determinarán los jueces, en lo penal, y los electores, en lo político.
Iglesias trata de resolver (mal) un problema con un alcance todavía por determinar, transformándolo en una cuestión de naturaleza política que no le concerniría a él como ciudadano, sino a su partido y a su persona como secretario general de Podemos, y ahora, además, como vicepresidente del Gobierno. En este intento, está solo. Su hombre, Echenique, se vino abajo; Carmen Calvo dijo exactamente lo que tenía que decir (marcó la pauta gubernamental), y Margarita Robles no se anduvo con rodeos y entró en rumbo de colisión con el vicepresidente. Pedro Sánchez se reservó. Él no suele bajar del monte Tabor.
Insisto en que el ruido ambiental por la arremetida contra periodistas y medios es tinta de calamar. Pura confusión. El núcleo del debate es otro: un comportamiento de Iglesias que está en evaluación y no precisamente positiva, sino sospechosamente escabrosa. No es Podemos el que está en tela de juicio, no son los ministros morados los que resultan en este asunto controvertidos, no es la coalición la que se cuestiona como tal por este episodio. Es la encarnadura ética y cívica del vicepresidente la que se debate, discute y refuta.
Le pone en duda el caso Dina (como, en mayo de 2018, su chalé de Galapagar, salvando las distancias) y le desafían en su coherencia política miembros del Gobierno que impugnan su esquema ideológico, especialmente en el área económica. Nadia Calviño es su contrapunto. La que desbarató el pacto con EH Bildu sobre la derogación “íntegra” de la reforma laboral; la que ha evitado concreciones fiscales exorbitantes en el acuerdo de los partidos del Gobierno en las conclusiones de la comisión de reconstrucción, y la que, con María Jesús Montero, va a marcar los Presupuestos Generales del Estado a los que el propio presidente y sus ministros más sensatos desean concurran el PNV y Ciudadanos.
Los ‘éxitos’ políticos de Iglesias en el Gobierno son de refilón (excepción hecha de los logros de Yolanda Díaz) y los capitalizan —por más que salga a propalarlos— los ministros socialistas, desde José Luis Escrivá (ingreso mínimo vital) hasta el fondo de 16.000 millones no reintegrable a las comunidades autónomas, gestionado por la titular de Hacienda. Como bien escribió en este diario el eurodiputado de Podemos Miguel Urbán, la presidencia del Eurogrupo por Nadia Calviño es como un “auto-boicot” a la coalición. Desde su lógica —y desde la de Iglesias—, desde luego que lo es.
Por lo demás, la prueba de la lenta pero constante autodestrucción de Podemos se acreditará el domingo (12-J) en Galicia y en Euskadi. En la primera comunidad, se desplomará por completo en beneficio del BNG. En la segunda, perderá escaños (no pasará de nueve sobre los 11 de que hoy dispone en el Parlamento vasco), que engrosarán la bancada de la izquierda ‘abertzale’. Escribí el pasado 21 de marzo que “Pablo Iglesias se ahoga”. Así era entonces y así sigue sucediendo, aceleradamente, también ahora.
El vicepresidente está bajo asedio. Lo cercan sus propios errores (Dina), la falta de sintonía con sus colegas (Nadia Calviño, Carmen Calvo, María Jesús Montero, Margarita Robles), la reacción perpleja de miles de periodistas y decenas de medios de comunicación, y los previsibles pésimos resultados del domingo próximo en dos comunidades en las que en 2016 (generales) obtuvo Podemos un registro histórico: primera fuerza en el País Vasco, con más del 29% de los votos, y tercera en Galicia, con más del 22%, a décimas de los socialistas. Iglesias es, a fin de cuentas, un hombre contra sí mismo que solo ofrece conflicto y que no asume la responsabilidad de sus decisiones personales. Apunte esto el líder morado: “No se puede escapar de la responsabilidad del mañana evadiéndola hoy” (Abraham Lincoln).