Carlos Sánchez-El Confidencial
- Una cosa es predicar y otra dar trigo. Y es por eso por lo que cabe preguntarse: ¿qué hubieran dicho unos y otros si una multinacional francesa o alemana decide instalar su sede social en España?
No puede dejar de sorprender que alguien que ha ejercido como alto cargo de la Unión Europea (UE), como la vicepresidenta Calviño, haya salido en tromba contra la decisión de Ferrovial de instalar su domicilio social en Países Bajos a la luz de una figura jurídica —aquí el texto— denominada en latín societas europea, que es como se la conoce en la jerga mercantil.
Sorprende porque, cuando se aprobó este instrumento legal, hace poco más de dos décadas, se consideró un avance en la integración europea y en el reforzamiento del mercado interior, toda vez que permite gestionar una empresa en diferentes países de la UE con una misma normativa. Es decir, habilita la posibilidad de reagrupar todas las actividades bajo una misma marca europea y gestionar la empresa sin tener que crear una red de filiales, algo costoso e ineficiente, en aras de “unir sus fuerzas mediante operaciones de concentración y fusión”, como dice la norma.
Calviño, en aquel momento, no era todavía alta funcionaria europea, pero el primer Gobierno Zapatero (2004), nada más constituirse, la había nombrado directora general de Competencia, por lo que tenía pleno conocimiento de lo aprobado en Bruselas. De hecho, poco más tarde, en 2006, fue enviada a Europa como directora general adjunta de Fusiones y Antitrust. Es decir, con mando en plaza —y desde luego opinión— a la hora de decidir la política de competencia, que en el fondo es lo relevante en el caso Ferrovial, por llamarlo de alguna manera, más allá de la interpretación política de los hechos, que siempre da mucho juego. Lo que dice la legislación comunitaria es, ni más ni menos, que las empresas tienen derecho a instalarse en el lugar que consideren oportuno siempre que cumplan tanto las legislaciones nacionales como las europeas.
No es intrascendente este punto, porque significa que la UE ampara la competencia entre países para atraer inversiones. Es verdad que desde hace años existe un enconado debate sobre la armonización fiscal, en particular en el impuesto de sociedades, pero lo cierto es que, pese a ser algo más que necesario, apenas se ha avanzado desde que en 1962 se lanzó el famoso informe Neumark, que propuso converger en diferentes etapas. Simplemente, porque la política fiscal, aunque se haya avanzado en la coordinación presupuestaria de los Estados miembro, continúa siendo una competencia cuasi exclusiva de los gobiernos.
Motivos fiscales
La UE, de hecho, acepta con normalidad que existan sistemas fiscales claramente divergentes, lo que explica que algunos países, como Irlanda, hayan convertido sus sistemas tributarios en el eje de su política económica. También Países Bajos, cuyo stock de capital extranjero es apabullante. Y no solo por motivos fiscales, que también, sino por contar con una legislación flexible que permite a las empresas operar con agilidad, por ejemplo, a la hora de pagar el IVA.
En realidad, todos los países lo hacen de una manera u otra, de ahí que los gobiernos suelen sacar la chequera para lograr captar inversión extranjera a través de todo tipo de subvenciones, bonificaciones o exenciones fiscales. Portugal y España, por ejemplo, indultan de pagar impuestos a quienes inviertan en sus respectivos países, mientras que Países Bajos ofrece la llamada regla del 30%, que permite a los empleadores ofrecer el 30% de los salarios de sus trabajadores libre de impuestos.
La ‘societas europea’ nació para incentivar la concentración de la gran empresa, que es una de las desventajas de la UE frente a EEUU o China
No estará de más recordar, precisamente, que la societas europea nació también como un instrumento para incentivar la concentración de la gran empresa, que es una de las desventajas de la economía de la UE respecto de EEUU o China. Y para ello, como es lógico, es necesario contar con una legislación ad hoc que impida que una empresa tenga que usar varias cabezas de puente en diversos países que comparten una misma moneda, lo cual es estúpido, además de ineficiente. El propio BCE lleva años clamando por las fusiones transfronterizas en el sector, pero nadie le hace caso. Entre otras razones, porque ningún país quiere que sus entidades financieras punteras tengan sede social en otro país. ¿Se imaginan al Santander o CaixaBank con sede en Fráncfort o París?
También conviene recordar que el tipo de gravamen actual en Países Bajos sobre los beneficios se sitúa en el 19% para los primeros 200.000 euros y el 25,8% para cantidades superiores. Es verdad que existen también algunas ventajas —aquí la lista— para los activos intangibles (patentes), pero en general su fiscalidad sobre los beneficios empresariales no es muy diferente de la española.
Lo que sí cambia es la existencia de una exención del 100% en los dividendos y ganancias del capital, un asunto esencial para las empresas paneuropeas, aunque también para las originarias de terceros países. Algo que explica que sea habitual la elección de Países Bajos como sede social. La lista es amplia, pero compañías globales como Asics (calzado deportivo), Pepsico, MSD (farmacéutica), Cisco Systems, Nike, Netflix o Fujitsu se han alojado en Países Bajos, además de otras empresas de rápido crecimiento, como Optimizely, Vaxxinova, Advantech o Sun Pharma.
Lógica empresarial
El hecho de operar en un solo lugar tiene además otra ventaja, y no es pequeña. Un régimen de unidad fiscal en un solo territorio es más eficiente cuando las empresas consolidan los resultados obtenidos en diversos países. Es por eso por lo que sorprende que empresas altamente internacionalizadas, que obtienen más del 80% de su negocio fuera de su país original, no hayan buscado antes salidas similares. Simplemente, por una lógica empresarial que a la larga beneficia al conjunto del continente. Ferrovial, de hecho, ha sido la primera, pero no será la última.
Unos y otros se sienten más europeos que Monnet y De Gasperi juntos, incluso por encima de Schuman, lo cual llama la atención
Es evidente que frente a esta lógica se alza la lógica de la política. Más en concreto, la lógica de los distintos nacionalismos que todavía pululan por la Unión Europea. Unos más extremos y otros menos, pero nacionalismos al fin y al cabo, lo cual choca necesariamente en una Europa que ha hecho de la integración su razón de ser, y que, incluso, ha acelerado ese proceso desde la irrupción de la pandemia por razones obvias.
Lo curioso es que esa lógica empresarial se ataca desde diversos frentes en función del punto de observación. Cuando se está en la oposición, se culpa al Gobierno de turno de provocar la salida de las multinacionales por su política fiscal y de incentivos o, incluso, por generar problemas de inseguridad jurídica. Desde el Gobierno, por el contrario, la respuesta suele vincularse al escaso patriotismo económico de quienes osan abandonar el país. Y eso es lo que ha hecho Calviño, a quien habría que preguntar cómo hubiera recibido que una gran empresa francesa o alemana hubiera decidido instalar su domicilio social en España.
Unos y otros, sin embargo, se sienten más europeos que Jean Monnet y Alcide De Gasperi juntos, incluso por encima de Rober Schuman, lo cual no deja de llamar la atención. Pero como una cosa en predicar y otra dar trigo, conviene estar atentos a los próximos dos meses. Este es el tiempo que tiene ahora por delante la vicepresidenta Calviño para autorizar o denegar la operación por motivos de interés público. Entonces se verá si la bravuconada va en serio o son fuegos artificiales. La norma (artículo 8.14), desde luego, lo deja claro: “Solo podrá producirse esta oposición por razones de interés público”.