ARCADI ESPADA-EL MUNDO

CARTAS A K.

Mi liberada:

Cuando apuré la última hora de la serie de José Escudier y Netflix sobre Camarón no daba crédito: seis horas sin pronunciar la palabra droga. Era una proeza. Me embadurné rápidamente con los habituales provincianismos del tío de América. ¿Alguien podría pensar en una serie americana sobre un mito de semejante tamaño que se limitara a los rezos y a la imposición de manos? Al cabo de unos días hablaba con Julio Valdeón, el sobrino de América.

– Hombre, es lo normal. La serie tiene un material buenísimo…

– Impagable, ciertamente…

– Pero para tener ese material y los derechos de las canciones hay que pasar por los herederos…

– Voy viendo…

– Y los herederos imponen su ley. De ahí que la inmensa mayoría de películas sobre músicos sean hagiográficas. Sin la música y sin sus derechos no tienes película. Y así sale lo que sale. Un Sinatra en el docu de la Hbo que nuuuuunca tuvo que ver con la mafia. Un Dylan que en los setenta ni follaba ni se metía lo que se metía. ¡Etcétera!

Me quedé pensando en lo interesante que podría resultar una película silenciosa sobre un músico. ¡Mejor silenciosa que muda! Porque la mudez de Camarón, de la isla al mito es de amplio espectro. Las drogas –su ausencia– llaman la atención a cualquiera, porque influyeron gravemente en lo que el cantaor fue. Su notable genio quedó limitado por una adicción precoz, sostenida y profunda. El año próximo hará 40 de la edición de La leyenda del tiempo, el disco con que se quitó el de la Isla, para quedarse en un seco y convincente Camarón. Yo estuve en la presentación, libe. Y luego escribí para un periódico una nota, ya arrogante, pero ridícula. Tiene frases mayúsculas. Por ejemplo: «Soslayando nuestra [repara en nuestra] personal opinión sobre si la dialéctica del flamenco está definitivamente muerta». O bien: «Un disco perfecto para que el capitoste [repara] Ruiz-Mateos pueda beberse su copita de Fino Pando sin que le azore la contundencia expresiva del lagrimazo por soleá». Tacatá. La noche de la presentación en las bodegas Williams&Humbert, jerezanas, entonces propiedad de Ruiz-Mateos y autoras de ese Fino Pando que corría como un grifo, Camarón y yo compartimos circunstancia: apenas ninguno de los dos podía tenerse en pie. Pero lo mío solo era fino. Y Camarón, además, tenía que cantar y solo gemía. Hasta su muerte temprana, a causa de un cáncer de pulmón, demasiados de sus recitales tuvieron ese aspecto. Las drogas y su consiguiente malaje acabaron convirtiéndolo en un cantaor de infinitas bulerías desmayadas, aunque con picos de encanto y hondura como nunca les dio nadie.

Pero no solo las drogas. Los enmudecimientos de la serie afectan a otros graves sucesos de su vida. Basta seguir con un ojo el libro de Enrique Montiel, titulado con algún exceso: Camarón: Vida y muerte del cante. Montiel, cuyas intervenciones en el documental son junto a las de Juan José Téllez un modelo de aplomo, ecuanimidad y conocimiento, relata, por ejemplo, lo que ocurrió la tarde del 17 de octubre de 1986, cuando el coche que conducía Camarón mató involuntariamente a dos hombres e hirió a su propia mujer y a sus hijos. O bien lo del sábado 27 de agosto de 1988, cuando encerraron al artista en el calabozo por amenazar de muerte a un policía. O la historia de Juana, que vive en Barcelona. La hija que tuvo de una novia paya de Madrid, con la que intimó a principios de los setenta, y que la serie no menciona. Esta historia, por cierto, es perfectamente significativa de las maneras que gastan los herederos. Me cuenta Montiel: «Pese a que en el libro expliqué la historia de la hija con gran delicadeza, se formó un revuelo; tanto, que la Chispa me llamó por teléfono ‘para que borrara’ todo eso del libro. Y me hizo una sutil amenaza: me dijo que los gitanos son muy fanáticos de Camarón y eso no les había gustado…».

El reparo a las ausencias es mayor porque la serie tiene, como te he dicho, un incalculable y conmovedor valor documental y una escritura cinematográfica apreciable. La monótona repetición de plegarias por su pronta resurrección se elevan, además, sobre un personaje ficticio, ejemplo de vida sana y hábitos saludables. Camarón bio, ciertamente. Este vacío de partida deja en aspiración imposible un asunto sociológico de calado como el de la influencia de Camarón sobre la abatida juventud de los 80 de Cádiz y los Puertos. Camarón es a la vez hijo y padre de un mundo, lleno de genialidad y de gracia, pero también de sordidez y desespero. Y una de las bisagras del cambio fundamental del flamenco en las últimas décadas: Camarón aprendió los cantes de viva voz en su familia, en los cuartos y en las ventas, pero sus próximos ya lo aprendieron todo en los discos, incluidos los suyos.

Hay algo más, incómodo, aunque habitual en las vidas de santos. A pesar de las apariencias, la vida y la obra no están contadas de atrás hacia adelante, sino de adelante hacia atrás. O sea, desde el mito hasta la cuna. La falacia retrospectiva provoca, de este modo, una sospecha: si el Camarón descrito no es más bien el resultado de lo que media entre aquel 1992 de su prematura muerte y este 2018 de su nimbada evocación. Es decir del amasijo del mito y no de la verdad viva de su arte. Camarón vivió en la más áurea edad del cante. Cantó en el tiempo de Mairena, de Tía Anica, de Terremoto, de Fernanda y Bernarda, de Chocolate, de Agujetas, de Caracol, de La Paquera, de Bambino y de La Perla. En 1980 cobraba unas 70 mil pesetas por recital. Pero ni siquiera era entonces el que más cobraba. Pulpón, el poderoso representante de los flamencos, pedía 10 mil más por Juan Peña el Lebrijano. Nuestra serie viene a decirnos, aunque con la suavidad con que expone cualquier idea, que la influencia del purismo perjudicó el aprecio contemporáneo de Camarón. Es posible. Pero hay otra razón que puede añadirse. Camarón compitió en vida con artistas devastadores. Algo que, con la excepción de Macanita, no ha pasado desde su muerte. Es así como cobra sentido aquel dicterio desabrido del cantaor y flamencólogo Luis Caballero que relata Montiel en su libro. Estaba aún caliente el cadáver de Camarón y Caballero intervino en el acto de presentación de un número monográfico y póstumo de la revista Sevilla Flamenca. Y allí dijo, según Montiel: «Camarón fue muy grande, pero como él ha habido diecisiete. Su virtud fue hacer canciones flamencas que conectaron con el público». En mi juventud de fino pando conocí a Caballero. Era un hombre afable y entendido. Pero cantaba. Un día me dijo: «¡Pues no se pone un tío a bostezar mientras estoy cantando! Así que paré y le dije: váyase usted a dormir buen hombre y déjenos a los despiertos». Me entró una irresistible solidaridad inversa. Pero aquella remota objeción crítica de Caballero debió discutirla al menos un minuto la serie de las seis horas netflix. Aunque fuese para desmentir que solo el tiempo y nada más que el tiempo es el autor de las leyendas.

Y sigue ciega tu camino.

A.