FRANCISCO FUSTER GARCÍA / Doctor en Historia Contemporanea, ABC 08/02/14
· Nos encontramos ante lo que Nietzsche llamaría un espíritu libre: un escritor nómada que pasó buena parte de su vida viajando y que no sintió hacia su pequeña patria ese amor ciego e incondicional que sí profesaron quienes, quizá por haber pasado más tiempo en ella, hicieron del apego al terruño una bandera.
Un popular proverbio de origen bíblico nos advierte de que, muy a menudo, y por más que uno ponga todo su empeño, el reconocimiento se suele obtener antes fuera que dentro de casa. En el caso particular de Julio Camba, no sería del todo cierto –ni del todo justo– decir que este genial periodista no fue profeta ensu tierra porque, si en algún lugar se le ha querido y se le quiere es, precisamente, en Galicia. Ahora bien, sucede con él algo muy poco frecuente, y es que nos encontramos ante lo que Nietzsche llamaría un «espíritu libre»: un escritor nómada que pasó buena parte de su vida viajando y que no sintió hacia su pequeña patria ese amor ciego e incondicional que sí profesaron quienes, quizá por haber pasado más tiempo en ella, hicieron del apego al terruño una bandera.
En este sentido, no es difícil comprender que el cosmopolitismo de Camba nunca encajara bien en un ambiente cultural –el de la Galicia del primer tercio del siglo XX– donde lo más valorado por parte de determinado sector de la sociedad era, exactamente, lo contrario: la defensa de aquellos símbolos exclusivos que hacían de la región un territorio singular con personalidad propia. Una postura muy respetable que, sin embargo, no terminó de convencer a un hombre que ensalzó las virtudes del pueblo gallego con la misma intensidad con la que criticó sus defectos. Por eso mismo, y si es verdad aquello que dijo Pío Baroja de que «el nacionalismo se cura viajando», resulta bastante fácil imaginar cuál fue el principal punto de desacuerdo entre el cronista pontevedrés y algunos de sus paisanos.
Y es que, a pesar de sus teóricamente buenas intenciones, Camba pensaba que el regionalismo gallego –al que juzgaba «de una cursilería desesperante»– tenía un efecto más bien contraproducente: «Galicia es un país encantador; pero tiene un inconveniente: el galleguismo. En Madrid, en Buenos Aires, en La Habana, en todos los sitios donde hay colonia gallega, se puede estudiar un tipo muy curioso, que es el del gallego profesional». En su opinión, el nacionalismo –el gallego y cualquier otro– no tenía razón de ser por el simple hecho de que el mismo concepto de «nación» le resultaba vacío y prefabricado.
Con respecto a la lengua, tal vez la principal seña de identidad a ojos de los nacionalistas, defendía el ilustre colaborador de ABC que gallego y castellano eran el mismo idioma. Y así lo repitió una y otra vez a lo largo de los años, insistiendo especialmente en algo que, para él, no admitía discusión: que el gallego era una lengua familiar y que, no obstante su indudable valor, no era la más indicada para según qué cosas, pues su uso había decaído con el tiempo de tal manera que «toda la cultura de Galicia, desde muchísimos años a esta parte, se ha hecho en castellano». Si bien esta última afirmación nos puede parecer discutible, lo cierto es que su posición en este asunto siempre fue la misma: que el gallego, «un idioma dulce, armonioso y abundante en vocales», no era apto para la vida ni para la literatura.
Por estas y por otras opiniones, expresadas con determinación y, a la vez, con ironía y humor, Camba recibió las críticas de vecinos y amigos que le acusaron de ser un «mal gallego» o, cuando menos, de no ser todo lo «buen gallego» que hubiera podido ser. Pero a él, que era perfectamente consciente de que nunca llueve a gusto de todos, jamás le molestó –es más, yo creo que le encantó– quedar como el malo de la película, quizá porque creía que el tiempo pone a cada cual en su sitio y que, al final, lo racional siempre termina venciendo a lo emocional. Sea como fuere, lo innegable es que, durante su casi medio siglo de dedicación al oficio, paseó el nombre de Vilanova de Arousa –y, por extensión, el de toda Galicia– por España y buena parte del extranjero. Y la mejor prueba de ello es la gran cantidad de palabras cariñosas y recuerdos amables que tuvo para con una tierra y unas gentes que ocupan un destacado lugar en su extensa obra periodística, sobre todo en aquellas pági nas –sin duda, las más sentidas– de mayor contenido autobiográfico.
Decía Baroja en «Juventud, egolatría» que era incapaz de hacer de su calidad de español o de vasco «las únicas categorías para mirar al mundo» y que, si creía que un concepto nuevo se podía adquirir «colocándose en una actitud internacionalista», no tenía ningún inconveniente en «dejar momentáneamente de sentirme español y vasco». Como el autor de «El árbol de la ciencia», Camba siempre deseó lo mejor para su patria, pero no quiso ser tan patriota como para falsear la realidad y caer en la trampa de la autocomplacencia. Su amor a Galicia nunca dependió de esas cosas porque, como él mismo dejó escrito, «hay numerosas maneras de ser gallego, y el serlo por nacimiento es, acaso, la menos importante de todas».
FRANCISCO FUSTER GARCÍA / Doctor en Historia Contemporanea, ABC 08/02/14