ABC 13/10/16
JOSÉ MANUEL GARCÍA-MARGALLO
Las fuerzas políticas independentistas han anunciado su intención de utilizar las instituciones de la Generalitat para realizar un referéndum de secesión en septiembre de 2017. La propuesta es un paso más en el estéril y frustrante camino iniciado hace cuatro años, cuando el presidente Mas decidió, en un grave abuso de poder, poner todos los recursos a su alcance para forzar la creación de un nuevo Estado. El empeño siempre fue vano, pero ninguna sociedad permanece indemne, y menos en tiempos de crisis, a la embriagadora apelación a comenzar todo de nuevo. Por suerte la sociedad catalana y la española en su conjunto han demostrado ser maduras, y, en general, han logrado resistir la tensión y las políticas divisorias de un poder público, el de la Generalitat, que parece haber dejado de servir a los intereses del conjunto de la población y sin duda ha olvidado el sentido de la palabra pluralismo.
Otro paso estéril La propuesta de los independentistas es un paso más en el estéril y frustrante camino iniciado hace 4 años Solo Etiopía No hay ninguna Constitución que reconozca el derecho de autodeterminación, salvo Etiopía y dos islas antillanas Sin reconocimiento Ningún miembro de la comunidad internacional se mostrará proclive a reconocer una Cataluña independiente Moralidad democrática El Gobierno de España tiene de su parte no solo la legalidad, sino también la moralidad democrática Desafío a la legalidad Para que se produzca un cambio de conversación es imprescindible que la Generalitat se apee de su desafío a la legalidad
Es evidente, por tanto, que el soberanismo porfía. En lugar de abrirse a la posibilidad de lograr acuerdos justos y sensatos, prefiere consumir las energías de todos nosotros y mantener viva la llama de un proceso soportado en los hombros de una minoría –amplia, pero minoría– activa y persistente. Ante tal insistencia, me encuentro en el deber y la responsabilidad de reiterar que la secesión es inviable. Lo es, primeramente, desde un punto de vista legal. No hay ninguna Constitución democrática en el mundo que reconozca el derecho de autodeterminación (salvo la de Etiopía y la de San Cristóbal y Nevis, dos islas antillanas que comparten Estado). La Unión Europea, que prevé en sus Tratados el abandono de Estados miembros, no reconoce sin embargo la posibilidad de que una región pueda convertirse en una nación soberana y pase a ser automáticamente miembro de pleno derecho de la organización. Con el Brexit estamos descubriendo que las normas comunitarias están para cumplirse sin atajos políticos y ensoñaciones jurídicas. Por último, es doctrina asumida y pacífica del derecho internacional que la regulación de la autodeterminación prevista por la ONU está exclusivamente pensada para situaciones coloniales y de grave violación de los derechos fundamentales, supuesto que es inaplicable a un país democrático y de trazas federales como es España.
Todo esto lo saben las fuerzas independentistas, pero fantasean con provocar escenarios irredentos en los que la fuerza normativa de los hechos desborde los diques de la legalidad constitucional, comunitaria e internacional. Siento desanimarles también en este empeño. España es una democracia consolidada, con una fortaleza institucional indudable. Como recordó no hace mucho tiempo un ministro del Interior socialista, quien le echa un pulso al Estado pierde. Tampoco es nuestro país una URSS ni una moribunda Yugoslavia. Muy al contrario: es un destacado miembro y contribuyente de Naciones Unidas, la OTAN, la OSCE y el Consejo de Europa, signatario de los más prestigiosos convenios de derecho internacional y en materia de derechos humanos; en definitiva, un Estado respetado y me atrevería a decir que querido en todo el mundo. Ningún miembro, grande o pequeño, de la comunidad internacional, de por sí refractaria a las secesiones, se mostrará proclive al reconocimiento de una Cataluña independiente.
Pero no debemos quedarnos tan solo en los aspectos legales. Se hace necesario también insistir en la falta de lo que podríamos llamar la moralidad democrática del proyecto impulsado por los independentistas. Porque se hace difícil aceptar que todo consista en repetir consultas ilegales y elecciones autonómicas hasta que el resultado sea el esperado por los proponentes. Y porque no resulta moralmente aceptable que en pleno siglo XXI, cuando todos los debates democráticos giran en torno a cómo garantizar la inclusión de las diferencias, se esté debatiendo en Cataluña sobre cómo separar políticamente a los ciudadanos en función de su cultura, lengua o sentimiento nacional. Como ha señalado tantas veces mi colega el ministro de Asuntos Exteriores de Canadá, el gran federalista Stéphane Dion, la secesión es un ejercicio anómalo en democracia, por cuanto nos obliga a decidir cuáles de nuestros compañeros, amigos y familiares se convertirán en extranjeros y cuáles seguirán formando parte de nuestra comunidad política. Ninguna sociedad se merece pasar por ese trauma.
Por tanto, si algún órgano de la Generalitat insiste en recorrer esta vía de nuevo, el Gobierno de España actuará sabiendo que tiene de su parte no solo la legalidad, sino también la moralidad democrática sobre la que aquella se sustenta. España es un proindiviso, una comunidad democrática que permite ejercer los derechos de manera igualitaria y crear las oportunidades necesarias para que todos los ciudadanos puedan vivir con un bienestar equiparable al de cualquier sociedad de nuestro entorno. Ningún partido, ninguna institución, ningún órgano constituido puede disponer de la soberanía atribuida al pueblo español en el artículo 1.2 de la Constitución: porque solo a este corresponde decretar su futuro, de acuerdo con los cauces formalmente establecidos. Ningún español será expropiado de sus derechos de ciudadanía en Cataluña, y ningún catalán dejará de ser ciudadano en todo el territorio español.
Pero no deberíamos estar abocados a repetir en 2017 las disputas, tensiones y frustraciones que llevamos acumuladas desde 2014. Cambiemos para ello de conversación. El Gobierno de España, tan pronto se forme y sea el que sea, seguirá abierto a dialogar sobre aquellas cuestiones donde sí puede haber acuerdo y rendimientos prácticos para la sociedad catalana y el conjunto de la española. Pero para que se produzca este cambio de conversación es imprescindible que el Gobierno de la Generalitat se apee de su desafío a la legalidad democrática y vuelva a la concordia constitucional de 1978, bajo cuyo signo Cataluña y España toda han prosperado como nunca en su historia. Lo que propongo, en definitiva, es seguir aquellos versos de Salvador Espriu que apelan a un entendimiento cordial, de corazón: «Fes que siguin segurs els ponts del diàleg / i mira de comprendre i estimar / les raons i les parles diverses dels teus fills».