Cambio de bandera

 

Zapatero y los dirigentes del nacionalismo saben que Otegi y sus grotescas vanguardias no tienen un gramo de demócratas en la cabeza, pero la verdad puede ignorarse en beneficio de la política. Esto es algo que impregna la arena de nuestro ruedo ibérico: que el recentísimo pasado -no el lejano de 1936, que importa, y cómo- puede borrarse, y que la verdad de hoy mismo, que hiere, debe aplazarse.

POBRE, sedentario, culto, llevando una vida apacible en Alejandría, Cavafis escribía sobre gentes que ansiaban la llegada de los bárbaros. Para él los bárbaros eran los de la historia antigua, y no llegaban nunca. Más infortunado, de vida azarosa y vagabunda, introductor en la literatura europea del personaje popular revolucionario, Máximo Gorki sí que los vio, presenció su irrupción y quiso formar parte de ella. Los bárbaros lo despedazaron. Murió, asesinado por orden de Stalin, el 18 de junio 1936, justo un mes antes del estallido de nuestra guerra civil.

Como personaje, Gorki muestra una complejidad mucho mayor que la de sus héroes. Dos fuertes caracteres se enfrentan en A. M. Peshkov, es decir, Máximo Gorki, el hombre que había tenido una vida insólita y el escritor mundialmente conocido por sus obras crudas y realistas. El primero fue un aventurero, mozo de carga, panadero, mercader de iconos, barquero… El primero, Peshkov, caminó entre la gente por Rusia y por el mundo. Tras el fracaso de la revolución de 1905, confiaba a su joven esposa que «sólo la sangre puede cambiar el color de la Historia». Gorki, el escritor de Los bajos fondos y La Madre, albergaba sus dudas al respecto, como reflejan su salida de la Rusia bolchevique y sus críticas a Lenin, a quien denominó soñador y guillotina pensante.

Con el tiempo, el exilio cambió estas y otras muchas palabras que tanto habían enfurecido a los comunistas de Octubre. Con el tiempo, Gorki regresó a una tierra que debía inspirarle repulsión y nostalgia. Sin ver o querer reconocer lo que veía que estaba sucediendo en su país, el escritor se dejó agasajar por Stalin. Convertido en su mandarín, expresó en pasajes líricos su fascinación ante el canal Belomor, construido por los prisioneros del Gulag y destinado a unir Leningrado y el mar Blanco. «Os habéis transformado en nuevas personas», dijo Gorki a los destrozados supervivientes de aquella monstruosa y criminal empresa que resultó prácticamente inútil. Quién sabe lo que entonces pensaba el hombre y antaño intrépido revolucionario.

Siempre he sospechado que la historia, la verdadera historia, es muy pudorosa y que sus fechas esenciales pueden ser, asimismo, durante largo tiempo, secretas. Los ojos ven lo que están habituados a ver. Tácito no percibió la Crucifixión, aunque la registra su libro. El regreso de Gorki a la URSS marca también una fecha histórica, aunque a finales de los años treinta nadie pudiera apreciarlo. Todavía imperceptibles, multitudes de apariencias futuras acompañaban a Gorki al Moscú de Stalin: el dramaturgo Bertolt Brecht diciendo que aunque fueran inocentes las víctimas arbitrarias de Stalin merecían morir; Sartre confesándole a Camus que, al igual que él, consideraba que los campos del Gulag eran intolerables, pero que igualmente intolerable era el uso que hacía de ellos la prensa burguesa; y entre nosotros, aquí, en España, toda esa divina progresía que a finales de los sesenta añoraba desde su condición burguesa las umbrías tierras maoístas, iba a Francia a presenciar el mayo del 68 y se atrevía a llamar a Solzhenitsyn llorón, loco e incluso, borracho antisemita. Turistas del ideal, en fin, que a la muerte de Franco seguirían predicando sus ensueños revolucionarios mientras disfrutaban de una realidad acomodada y rentista.

Porque Gorki no es únicamente el instrumento de la pretensión de Stalin, consistente en hacer de los escritores ingenieros de almas, encargados de imponer por otros medios los valores y los objetivos del comunismo. Gorki es también el ejemplo viviente de cómo un intelectual puede negarse a sí mismo. Hasta lo grotesco. Y también de cómo el ser humano puede renunciar a ver lo que ve. Gorki es una metáfora que nos interroga, porque su acento, su manera de decir o de callar, su obediencia ciega a la ficción oficial y su acomodo prosaico al espíritu de la Historia resuenan todavía donde él ya no suena.

Los cambios de opinión que de dos años aquí atraviesan España de parte a parte confirman el eco de su voz. Hace poco, en medio de esta geografía confusa en la que nos movemos, oía a una persona preguntarse con cierto asombro: ¿de modo que los representantes de Batasuna son unos intachables demócratas que propugnan la libertad de un pueblo secularmente oprimido? ¿Volvemos a los comienzos de los años setenta? Tan voluntariamente ciegos como Gorki, los bienintencionados que ahora desean ver en los etarras y sus cómplices parlamentarios a Los Justos de Camus responden que sí, por supuesto. El pragmatismo político que subyace a esta respuesta no se le escapa a nadie. Con asesinos humanistas y de izquierdas puede hablarse, pues su terror tendría un eximente moral. Con su verdadero rostro de pistoleros urbanos y exterminadores que han convertido el terror en su principal medio de vida, resultaría mucho más difícil.

Las palabras de Zapatero parecen legitimar también esta práctica y gratuita operación de cirugía que se les hace a Otegi y cía. Conservando o no la memoria de su actitud pasada en la oposición, el presidente del Gobierno ha llegado a calificar como hecho arcaico una fotografía donde aparecían juntas la socialista Rosa Díez y la víctima del terrorismo Pilar Elías, al tiempo que ha regalado el aplauso a otra imagen en la que una diputada del PSE aparecía firmando un documento junto con una dirigente de Batasuna. Para Zapatero, esta última fotografía es el futuro.

Cualquiera que no se resigne a cambiar de ideas en función del simple cálculo político sabe que Otegi no es un demócrata y que los tipos a los que da voz vienen de la costumbre del coche bomba y el tiro en la nuca. Cualquiera que no se deje hipnotizar por la retórica del buen soñar, tan bien y ridículamente resumida por un lehendakari Ibarretxe empapado de la inocencia del lapicero y las pinturas de una niña, sabe que respetar las leyes y renunciar a usar la violencia y a legitimarla no convierte a un político o un partido en demócratas.

Que los dirigentes de Batasuna cumplan aparentemente estas condiciones y vuelvan al Parlamento de Vitoria no debe obligarnos a considerarles demócratas. No lo serán hasta que asuman que España no es un ejército de ocupación de Euskadi, sino parte integrante de su compleja y plural sociedad. No lo serán mientras reclamen la autodeterminación como derecho nacionalista impuesto al conjunto de la ciudadanía y exijan la anexión de Navarra como hecho forzoso y natural, asegurando, pomposamente, que «no existe ninguna posibilidad de solucionar el conflicto ni de buscar una solución al problema nacional sin Navarra». ¿O acaso nuestros ilustres progresistas consideran demócrata al señor Jean Marie Le Pen por no hacer uso de las armas para imponer su ultranacionalista visión de Francia? ¿Tenemos acaso dos pesos y dos medidas: aprobamos para la extrema izquierda lo que no soportamos en la extrema derecha? ¿Tenemos que adoptar la mirada del último Gorki, cuya turbia complicidad con Stalin no bastó para salvarle la vida? ¿Es decir, debemos resignarnos a no tener mirada?

Zapatero y, por supuesto, los dirigentes del nacionalismo conservador saben que Otegi y sus grotescas vanguardias leninistas no tienen un gramo de demócratas en la cabeza, pero la verdad, como muchas otras cosas, puede ignorarse en beneficio de la política, y esto es algo que impregna la arena de nuestro ruedo ibérico: la impresión de que el recentísimo pasado -no el lejano de 1936, que importa, y cómo- puede borrarse, y de que la verdad de hoy mismo, que hiere, debe aplazarse. Quizá necesitamos de un nuevo Quevedo que describa la hipocresía, levantándole las faldas a carcajadas, y de un nuevo Galdós que haga la crónica del progresista español y la progresista española de gesto hueco, cuyas almas bizquean.

(Fernando García de Cortázar es catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Deusto)

Fernando García de Cortázar, ABC, 19/5/2006