Olatz Barriuso-El Correo
- Euskadi se despide definitivamente de maximalismos justo cuando el tablero mundial adquiere una nueva e hiperbólica dimensión
El nuevo estatus y sus derivadas son un excelente termómetro para tomar la temperatura a la Euskadi política. En los momentos más convulsos de nuestra historia reciente, cuando más cerca hemos estado como país de la fractura social, la soberanía se ha utilizado como arma arrojadiza para demonizar al rival. En definitiva, de lo que se hablaba no era de ganar competencias o derechos, sino de definirse por contraposición al otro o imaginar una victoria posible del 51 contra el 49%. Pero, en una Euskadi donde -según datos del último Sociómetro- ocho de cada diez vascos encuentran algo de ‘españolidad’ en su manera de autopercibirse, hace tiempo que dejó de tener sentido arbitrar la oferta política en torno a la exclusión identitaria.
No es novedoso que las fuerzas nacionalistas vascas vinculen sus demandas de autogobierno a un mayor bienestar, con el manido argumento de que ‘si hacemos las cosas desde aquí las haremos mejor’. Las grietas en el mito de la excelencia gestora del partido gobernante por antonomasia, el PNV, empezaron a enterrar igualmente esa línea argumental. Ahora, la palabra mágica es la suma. «La nuestra es una propuesta para sumar. En este país podemos llegar a mínimos comunes entre quienes creemos que somos una nación», enfatizó ayer Pello Otxandiano, en la enésima vuelta de tuerca del discurso pactista y sosegado con que EH Bildu espera convertirse, más pronto que tarde, en partido de gobierno
Es evidente que la idea que anima ese mensaje es dejar de inspirar rechazo en una notable porción de la población vasca y, a la vez, homologarse al discurso estándar de cualquier otro partido de vocación mayoritaria en Euskadi hasta hacerse indistinguible de ellos en casi todo menos en la imagen de marca, ese enganche emocional abstracto con el votante que Bildu cree haber perfeccionado, sobre todo entre el público joven.
Uno escucha al portavoz abertzale hablar de bilateralidad efectiva, de erosión silenciosa del autogobierno y de «institucionalizar» el derecho a decidir y diríase que está escuchando al Urkullu de la última década. Incluso a la foralidad apeló Otxandiano para subrayar el anclaje jurídico que los derechos históricos tienen en la propia Constitución, otro de los argumentos favoritos del anterior lehendakari (y del actual) a la hora de buscar encaje legal al nuevo estatus. Notable que ese canto a la «famosa foralidad» lo entone tras defender la unificación de las tres Haciendas y para atraer a un hipotético acuerdo al PSE, que defiende, igual que Bildu, una Euskadi más centralista y con mayor poder del Parlamento en asuntos clave como la fiscalidad.
Menudencias si se comparan con el golpe de efecto que supone el guiño a los socialistas vascos como «actor fundamental» de la política vasca justo después de que Eneko Andueza puntease su discurso de reelección previniendo contra los «frentes» nacionalistas. Bildu es consciente de que es mejor un acuerdo rebajado que ningún acuerdo. Porque nadie sabe cuánto durará Sánchez en el poder y es ahora o nunca. Porque el reconocimiento nacional de Euskadi siempre dejará la puerta abierta a seguir escalando en el futuro. Y porque lo que interesa ahora a la izquierda abertzale es consolidar el cambio de paradigma en una Euskadi que, justo cuando el mundo se agita y se retuerce al son de la hipérbole trumpista y de sus nuevas y arbitrarias reglas de juego, se despide definitivamente de maximalismos gracias a la percepción autosatisfecha y escasamente crispada de la que presume en comparación con otras sociedades del entorno cercano.