Ignacio Varela-El Confidencial
La esperpéntica gestación del estado de alarma en el Consejo de Ministros estuvo a punto de llevarse por delante el crédito del Gobierno y de su presidente en la dirección de esta crisis
La esperpéntica gestación del estado de alarma en el Consejo de Ministros estuvo a punto de llevarse por delante el crédito del Gobierno y de su presidente en la dirección de esta crisis. Durante la tarde del sábado, la incredulidad ante el fluir de las filtraciones desde la Moncloa resultó insoportable. Finalmente, con una intervención más consistente que las anteriores, Sánchez salvó el ‘match-ball’ que él mismo se había creado con su errático proceder.
No obstante, el Gobierno se ha quedado ya sin margen para el error. La imprudencia temeraria cometida con las concentraciones de masas de la semana pasada, la convicción generalizada de que está llegando tarde y mal a todas las citas y la impresión de que este Gobierno frentista no es el adecuado para conducir una crisis de esta dimensión pesan como una losa sobre su credibilidad. En las próximas semanas, tendrá que ganarse palmo a palmo la confianza del público, sabiendo que un solo tropezón más sería ya irreparable para su imagen pública —y para la serenidad social—.
Sánchez sigue presentando la situación como una especie de bache coyuntural del que pronto saldremos para regresar felizmente a la pantalla anterior. Él debe saber mejor que nadie que eso no es cierto. Aun suponiendo que en un par de meses comience a ceder la emergencia sanitaria —lo que está por ver—, las secuelas económicas y sociales cambian por completo el panorama de los próximos años, plantean una legislatura sustancialmente diferente a la prevista y obligan a revisar la agenda y las estrategias de todos los actores públicos: del Gobierno, pero también de la oposición y de las fuerzas sociales.
Mientras la cifra de los contagios sigue su escalada, la obligada paralización del país llevará a nuestra renqueante economía al borde del precipicio. A partir de hoy, vendrá una oleada de despidos. Muchas empresas que cierran por el coronavirus ya no volverán a abrir. Las familias lo pasarán mal. El enorme esfuerzo de gasto público que exige esta batalla agravará aún más el agujero del déficit y de la deuda. Es prácticamente seguro que España cerrará 2020 en recesión. Y no tardaremos en volver a sufrir las sacudidas de los mercados financieros.
El plan del Gobierno Sánchez-Iglesias ha quedado caducado en su raíz. Si se trataba de consolidar un frente político hegemónico mediante la convergencia estratégica de la izquierda con los nacionalistas, practicar políticas con gran carga de polarización ideológica y abrir una grieta con la oposición, arrinconando al centro-derecha y potenciando a Vox como enemigo de referencia, ese camino se ha hecho impracticable. Este periodo pide a gritos una política de concertación nacional, incompatible con el frentismo que tanto seduce a los dirigentes de uno y otro lado.
Sobre el Partido Socialista recae la responsabilidad principal de conducir la gobernación del país en medio de una crisis de envergadura similar a la que se desató en 2008. Se requiere del primer partido del país una reflexión profunda y honesta. Los hechos de estos días son elocuentes: atravesar el temporal que se avecina con el único apoyo de Podemos y de los nacionalistas, con Iglesias, Junqueras y Urkullu como tripulación, es emprender una aventura suicida. Entre otras razones porque si las cosas se ponen aún más feas y la sociedad se revuelve contra el Gobierno, esos socios —el primero, Iglesias— saltarán del barco y dejarán plantado al PSOE en el momento en que más daño le haga.
La denominada legislatura del cambio ha pasado a ser la de la resistencia y la contención de daños. El autoproclamado Gobierno progresista se ha transformado objetivamente en un gabinete de crisis. Los Presupuestos que tenían pactados el PSOE y Podemos son ya un papel inútil, hay que recalcular ingresos y gastos desde el principio. Las guerras culturales cismáticas han de detenerse en una sociedad traumatizada por la enfermedad y atemorizada ante la amenaza renacida de los cierres en cadena y el desempleo masivo.
El Partido Socialista tiene que comprender que no será capaz de sacar el país de este atolladero sin reconsiderar a fondo su estrategia política. No es momento para precipitar una crisis de Gobierno. Pero es indispensable que se reabran los canales de la transversalidad, que se restauren la comunicación y la concertación con las fuerzas constitucionales de la oposición, que la expresión ‘pactos de Estado’ cobre cuerpo y deje de ser un latiguillo inane, que se abran las vías para articular mayorías amplias que desatasquen de una vez las reformas postergadas durante más de un lustro. Ello probablemente exige que el PSOE establezca de forma terminante su supremacía dentro de la coalición y ponga freno a cualquier aventurerismo (empezando por el de su propio líder).
En el año 20 ya no queda otra tarea que mantener la nave a flote y aminorar daños. A partir de ahí, hay que recalcular y reformular por completo la hoja de ruta de la legislatura. También revisar las prioridades: la primera, obviamente, es derrotar al virus. La siguiente será afrontar la recesión.
Y simultáneamente, crear mecanismos que eviten la centrifugación territorial. Hay que subir a bordo a todas las comunidades autónomas, también las que gobierna el PP, aunque ello irrite a los nacionalismos, que se jactan de tener en sus manos al Gobierno de España. Por mucho que se empeñen los independentistas, el conflicto político de Cataluña ya no puede monopolizar la atención de los españoles ni condicionar cada movimiento del Gobierno. No mientras haya gente muriendo por el virus y la economía amenace con entrar en un agujero negro.
Para que eso suceda, obviamente, no solo el PSOE tiene que reconsiderar su posición. Es preciso que la derecha también lo haga. Es probable que en las dos últimas semanas Sánchez haya infligido un grave daño a su crédito como conductor en una crisis. Pero a Casado se le nota demasiado la tentación de especular con ese deterioro, estimular que la crisis triture la imagen presidencial y alzarse después con el santo y la limosna (al modo en que Rajoy lo hizo con Zapatero entre 2009 y 2011).
En ese caso, no solo sería profundamente desleal con el país; además, supondría una enorme equivocación política. Poner España en cuarentena no es gratis. Los millones de ciudadanos hoy confinados en sus domicilios, además de lavarse las manos y vivir pendientes del termómetro, están teniendo mucho tiempo para pensar y para escrutar a los dirigentes políticos. Estos pueden estar seguros de que ya no se les va a tolerar ni una sola broma oportunista. No hay mal que por bien no venga: con el virus se acabó el apestoso reinado del relato manipulador y viene el de la seriedad responsable. Quien no lo entienda y pretenda seguir jugando a la política lo pagará muy caro.