JAVIER ZARZALEJOS-El Correo

  • Sánchez persigue una ingeniería política que, mediante alianzas permanentes con el nacionalismo y la izquierda populista, excluya al PP del Gobierno

Sería razonable que, en las actuales circunstancias y con las sombrías expectativas que afronta nuestro país, un Gobierno responsable se esforzara en buscar aliados y sumar esfuerzos. Nada de eso está ocurriendo. Más bien, todo lo contrario. El Gobierno agudiza la polarización deslegitimando a la oposición -«unos mangantes que estorban»-, fabulando sobre señores con puro que conspiran, arremetiendo contra la representación empresarial y acusando a los medios que no controla de intoxicadores porque anuncian una crisis en el Consejo de Ministros como la que Sánchez hizo hace un año, días después de negarla con las mismas palabras que ha utilizado en este caso.

Lo que no se puede negar a Pedro Sánchez es su coherencia. Es un hombre de confrontación cuyos pactos con la izquierda radical, el independentismo sedicioso catalán, la izquierda abertzale y el inevitable PNV constituyen una opción estratégica y no una necesidad derivada de su escasa mayoría en el Congreso. Sánchez no es un centrista encerrado en un cuerpo de radical. Es un radical íntegro, crecido en la escuela del revisionismo constitucional de Rodríguez Zapatero y en un PSOE que contempló con estupor las mayorías absolutas de Aznar y Rajoy. Nunca más. En ese sentido, Sánchez quiere conseguir lo que Zapatero no pudo culminar: una ingeniería política que, mediante alianzas permanentes con nacionalistas e izquierda populista, mantenga alejado del Gobierno al Partido Popular indefinidamente.

El cambio de régimen consiste en eso, en pasar de un sistema de alternancia a un modelo en el que la exclusión del PP se convierte en el presupuesto sobre el que sistema funciona. La ‘coalición Frankenstein’ no es más que eso y la resistencia que ha demostrado no procede de su fortaleza interna, ni de la coherencia de un programa común ni de una idea compartida de los intereses generales de los españoles, sino de un imperativo asumido por todos sus componentes: que no llegue a gobernar el PP.

Este intento de patrimonializar el sistema político presenta algunas complejidades porque no se trata sólo de articular coaliciones de partidos que sumen, sino que exige crear un ecosistema institucional y mediático que participe de ese mismo objetivo de exclusión de la oposición y actúe en consecuencia. Así que no pueden sorprender ni el vergonzoso seguidismo gubernamental de medios que se han pasado la vida dando lecciones de independencia a los demás ni el empeño gubernamental en situar activistas con toga en consejos y tribunales.

El éxito final sería que el control de los órganos constitucionales invadidos por el activismo político de sus miembros -en especial, el Tribunal Constitucional- abriese la vía para mutaciones constitucionales; es decir, modificaciones materiales de la Constitución que se producen sin seguir el procedimiento de reforma -a través de leyes orgánicas o reformas estatutarias, por ejemplo-, para lo cual es imprescindible inhibir la respuesta del tribunal.

¿Pactos? Ninguno, porque esta estrategia es incompatible con pactos con la oposición. Si la ‘agrupación Frankenstein’ es el vehículo de exclusión del centro-derecha, sería contradictorio que se promovieran acuerdos con los excluidos. A ver si nos creemos que Esquerra Republicana o Bildu sostienen al Gobierno para que luego Sánchez se revista de hombre de Estado y el PP salga en la foto de un acuerdo. No, así no funcionan las cosas en esa coalición. Por eso, Sánchez y los suyos nunca ofrecen negociar, sólo piden que el PP apoye lo que el Gobierno hace. Pero entre ofrecer una negociación y exigir apoyo -eso de «arrimar el hombro»- hay una diferencia abismal.

Pactos como los autonómicos y locales, el acuerdo por las libertades y contra el terrorismo, el pacto por la Justicia o los pactos implícitos que dieron continuidad a la política europea de España hasta la ruptura promovida por Zapatero en 2004 hoy serían imposibles.

El único pacto que sobrevive es el del Tinell y es perfectamente identificable en la España de hoy. Ese compromiso de los partidos en Cataluña de no pactar con el PP resultó la verbalización de este acuerdo de exclusión que, junto con el nuevo Estatuto catalán, pretendían sentar las bases de una mutación de la Constitución en un sentido abiertamente confederal. En esas estamos. La actual coalición de Gobierno con sus apoyos nació para no pactar, para descartar activamente pactos con el PP, para satelizar a los órganos constitucionales independientes y producir así el cambio estructural en el modelo político definido por una Constitución que rechazan buena parte de la izquierda y, por supuesto, el secesionismo por el simple argumento de que ha permitido gobernar a otros que no fueran ellos.