Ignacio Camacho-ABC
- La nueva presidencia de Trump apunta a un nuevo modelo democrático y geopolítico establecido por los amos del algoritmo
Al final va a resultar que el nuevo orden mundial no era ése que denuncian los conspiracionistas y demás tribus del esoterismo político sino el que quiere implantar Trump junto a los gigantes digitales que ha reclutado (o ellos a él) para su círculo. Nadie está en condiciones hoy por hoy de saber cómo será el mandato recién inaugurado, más allá de los anuncios estruendosos de un personaje habituado a discursos disruptivos que la realidad se encarga luego de poner en su sitio. Lo que sí parece es que esta vez viene aprendido, y eso significa por una parte un conocimiento específico de las facultades y límites de su ejercicio, y por otra la experiencia suficiente para sortear los mecanismos encargados de acotar las atribuciones del poder ejecutivo. El tamaño de su triunfo electoral le permite controlar de cabo a rabo la avenida de Pensilvania como si fuera su particular dominio. Poca broma: tiene la Casa Blanca, el Congreso, el Senado y el Supremo a su servicio.
Lo que haga o deje de hacer habrá que analizarlo a medida que vaya pasando. De momento llega, y no es mal principio, con una tregua en Gaza bajo el brazo y la promesa de acabar –veremos en qué términos– con el conflicto ucraniano. Sin embargo también viene de la mano de los magnates tecnológicos cuya creciente influencia compromete las reglas convencionales del juego democrático al convertir un régimen de opinión pública en un artefacto dirigido por algoritmos sesgados. El ascendiente de esos potentados globales, imbuidos de retórica libertaria y convencidos de su papel mesiánico, es el factor que rodea la segunda presidencia trumpista de un halo autoritario. Está por medir su peso real en las decisiones de Estado, pero no ocultan su abierto desprecio a las instituciones como expresión de la voluntad de los ciudadanos y apuestan sin pudor por una contracultura política neofeudal que considera las estructuras representativas como una despreciable reliquia del pasado.
Una parte de la derecha española y europea simpatiza con Trump porque irrita a la ‘progresía’, combate la ideología ‘woke’ y arrasa a la izquierda. Un planteamiento emocional simplista que desdeña la relevancia de los métodos frente a las ideas. El método de Trump es el de un populismo iliberal, nacionalista y aislacionista alejado del modelo de convivencia construido sobre las cenizas de la posguerra. Y su diseño geoestratégico y económico apunta a un repliegue del compromiso americano con las libertades en todo el planeta. El problema sería menor si Europa no viviese una crisis interna de proyecto, de liderazgo, de confianza, de eficacia y de coherencia. Pero nos guste o no, formamos parte de ella y su eventual fracaso impactará sobre nuestras cabezas. Quizá al final este presagio de cambio de paradigma se quede en nada o a medias; lo único cierto es que ahora mismo huele a fin de una era. Y es la nuestra.