IGNACIO CAMACHO-ABC

  • Lo único comprensible de este desvarío es que el presidente ha tropezado con un tipo con su misma falta de principios

No intenten comprenderlo. No formulen hipótesis alambicadas. No atribuyan inteligencia táctica, ni mucho menos estratégica, a quienes sólo tienen de la política un concepto instrumental, maniobrero, de pragmatismo barato. No busquen lógica donde no hay más que oportunismo y afán de supervivencia a corto plazo. El enredo de la amnistía es exactamente lo que parece: la consecuencia de haber depositado el destino de una ambición personal en las manos de un manojo de delincuentes decididos a aprovechar un guiño de la suerte. Esta vez resulta cierto que la verdad es la realidad, y la realidad la tenemos delante: el Gobierno se ha embarcado en una aventura incontrolable cuyo desenlace depende de unos extorsionadores profesionales sin más objetivo que el de evitar la cárcel. El resto es chatarra argumental, baratijas retóricas para encubrir la triste evidencia de que la escena pública española se ha convertido en una partida entre tahúres de poca monta.

A partir de ahí carecen de importancia los detalles. Que si Pumpido está emitiendo el mensaje de que ni siquiera su hábil cocina constructivista puede aderezar un guiso tan incomestible como el de amparar los turbios manejos del separatismo con Putin –alta traición– bajo el manto de la amnistía. Que si en vísperas de una reunión de Bolaños con el comisario europeo de Justicia era inconveniente llevar en el equipaje una palmaria aberración jurídica. Que si Sánchez prefiere congelar el asunto hasta que pasen las elecciones de Galicia. Todo eso es verosímil. Pero el fondo de la cuestión consiste en que no es siempre posible normalizar una anomalía. Por mucho que el presidente se haya acostumbrado a hacerlo con cierto éxito, llega un momento en que los hechos se vuelven tercos y se resisten a encajar en moldes previos. Y el tiempo está demostrando la complicación, quizá la imposibilidad, de embutir una ley de impunidad discrecional en el ordenamiento de un Estado de derecho moderno.

Lo volverán a intentar, porque ya no les queda otro remedio que el de seguir el camino desquiciado que han emprendido. La oposición no les va a dar oxígeno. La Constitución prohíbe convocar elecciones antes de un año de las últimas, y además en estas condiciones sería un suicidio. Tendrán que borrar más líneas rojas –bonito eufemismo–, desdecirse de más compromisos, inventar más relatos ficticios para justificar el enésimo giro. Puigdemont no se conforma con un bautizo que limpie su pecado original: exige el borrado íntegro de todos los delitos y hasta de los indicios. Es probable que lo acabe obteniendo porque el sanchismo está encerrado tras el muro –¡¡la sanchosfera!!– que ha construido ladrillo a ladrillo sin querer ver que estaba haciendo sitio a un enemigo. Quizá lo único comprensible de este desvarío sea que el presidente se ha encontrado al fin con alguien con su misma falta de principios.