Francisco Rosell-El Mundo
Algo similar ocurrió en las incesantes colas ante el cadáver del dictador Franco, cuando algún antifranquista se armó de valor y disimulo acercándose a la capilla ardiente del Palacio de Oriente para verificar con sus propios ojos tal defunción. Aun así, en medio del parto con dolor de la Transición, muchos no las tenían todas consigo. Tanto que un recalcitrante franquista como Vizcaíno Casas se forró el riñón de oro novelando la resurrección de Franco al tercer año de su deceso.
Paradójicamente, al cabo de cuarenta años de aquel éxito de ventas, ya no son los añorantes franquistas de ultratumba quienes reviven a Franco, sino una izquierda retroprogresista la que remueve sus restos y da vida a un fantasma con el que asustar como ocurre en Bélgica con el malhadado duque de Alba. Nostálgica de lo que le hubiera gustado que hubiera sido y no fue, esa izquierda retrógrada enmienda la plana a aquella otra izquierda que coadyuvó decisivamente al arribo de la democracia al ser mucho mejor que ésta que habría arruinado la Transición.
En parangón con la peregrina iniciativa de Escolta, Franco, por la que el Ayuntamiento de Villafranca del Penedés situó un busto retirado del dictador para que todo al que se le antojara insultara al déspota, un Gobierno en apuros rescata el espectro del dictador al que ya se había borrado de la memoria. De paso, su antifranquismo a deshora relanza El Valle de los Caídos como lugar de promisión de quienes ahora preguntarán, en vez de por el túmulo de Franco, por su cenotafio, esos sepulcros vacíos en los que la antigua Grecia conservaba el alma de los desaparecidos. Una forma de hacer presente a El Ausente. Es lo que media entre la pena ojerosa de Arias Navarro –«Españoles, ¡Franco ha muerto!»– y la alegría pizpireta de la vicepresidenta Calvo: «Españoles y españolas, ¡Franco vive!».
Retomando la mórbida necropolítica de Zapatero, Pedro Sánchez exhuma los restos por conveniencia del momento y en una maniobra de distracción para escamotear sus concesiones inadmisibles a sus socios separatistas y podemitas, quienes posibilitaron la moción de censura del cautivo de La Moncloa con sus raquíticos 84 escaños en un hemiciclo de 350. Agitando el espantajo de Franco, sustrae la atención sobre esos lesivos consentimientos.
De un lado, con quienes perpetraron el intento de golpe de Estado del 1-O en Cataluña, a los que entrega la calle para poner boca abajo los retratos del Rey colgados de las espadañas, o para fijar amenazantes horcas amarillas en las marquesinas, mientras desprotege a los constitucionalistas y señaladamente al instructor de la causa golpista, como si el juez Llarena fuera parte en un pleito entre particulares, y no una causa de Estado; de otro, menoscaba las instituciones allanándose a un Podemos bolivariano que ha hecho de la democracia venezolana una dictadura de miseria y crimen. Cuando el podemita Echenique habla de mayoría espuria del PP en el Senado, evoca el fantasma de la asamblea constituyente del déspota Maduro para sustraer la representación legítima del pueblo venezolano.
Sánchez y sus aprendices de brujo monclovitas se valen de los huesos de Franco para municionar, además, una campaña hasta final del año y quién sabe si repetir la jugada zapateril de convocar comicios rondando el 20-N, fecha de la muerte del dictador, a quien rinden tributo empleando el instrumento jurídico de las dictaduras: el decreto ley. Todo un desafuero.
Paseando por la televisión sus restos y dando un trato inusitado a cualquier nostálgico del régimen anterior, configurará el marco que asocie a PP y Cs subliminalmente con el franquismo. Si Mitterrand favoreció a Jean-Marie Le Pen para momificarse en El Elíseo y González propulsó a Gil, tras indultarlo como Franco, para que le afeitara votos al bigote a Aznar, qué no hará Sánchez para estirar sus diputados. Una estrategia burda, pero eficaz, disponiendo de un bien artillado aparato de agitación y propaganda. Luego de apoderarse de RTVE, purgarla de refractarios y avenirse con la izquierda mediática que le despreciaba y vejaba.
A este fin, importa una higa poner en riesgo una reconciliación nacional –así se denominaba el manifiesto que lanzó el PCE al respecto en 1956– que no resultó nada fácil tras la Guerra Civil. Tampoco lo fue en la Francia fracturada en la II Guerra Mundial entre colaboracionistas del mariscal Pétain y resistentes del general De Gaulle. Mucho menos para Italia tras cuatro lustros de fascismo o para Alemania tras el horror nazi. No obstante, miraron hacia el futuro, sin caer en la bíblica tentación de las hijas de Lot transfiguradas en estatuas de sal.
En España, por contra, hay quienes se empeñan en encerrarla en un pasado impredecible, como bromeaba Churchill sobre la extinta URSS y su gusto por los borrados de la iconografía revolucionaria o los rectificados de la Enciclopedia Soviética de una edición a otra designando héroes o villanos en función del presente. Sus compatriotas ingleses, en cambio, preservan a las puertas de los Comunes la efigie de Cromwell, quien decapitó a un rey y disolvió el Parlamento. En España, no es que el pasado no esté muerto, como sentenció Faulkner, sino que ni siquiera es el pasado.
Cuando alguien remueve las vísceras del pasado y destapa la Caja de Pandora al cabo de lustros de democracia, prueba que no tiene repajolera idea de qué hacer para sacar al país adelante. En ese brete, opta por refugiase en un ayer imaginario por el que deambular sonámbulamente, pero que se sabe a qué dantesco infierno.
Una gran diferencia con Felipe González para el que, «si alguno hubiera creído que era un mérito tirar a Franco del caballo, tenía que haberlo hecho cuando estaba vivo». Comprendía que aquel PSOE para después de una guerra era, como España en su conjunto, una mezcolanza de vástagos de represaliados republicanos, de víctimas también de la izquierda anticlerical o de franquistas de uniforme u oficio. Con Zapatero, aquel presidente de un solo abuelo, el controvertido capitán Lozano, la cosa cambió buscando su entronque con la II República.
Hubo incluso volantazos personales que desataron imposturas como la de Manuel Chaves. En un mitin, llegó a soltarse la coleta que no tenía vociferando que tenían que ganar porque se lo «debemos a nuestros padres y a nuestros abuelos, que lo pasaron muy mal». Siendo aplaudido por quienes palmotean una cosa y su contraria con tal de que proceda de quien los coloca, aquello sonó a burla. ¡Cómo no acordarse de su padre, Antonio, oficial del ejército de Franco en la Guerra Civil, donde se jubilaría de coronel; de su madre, África, dirigente de la Sección Femenina de Falange; de su tío José Antonio González, voluntario en el crucero Canarias, y de su abuelo Remigio González, alcalde de Ceuta a raíz del golpe de Primo de Rivera! Chaves se reconocía en el chiste de El Roto en el que alguien inquiere: «¿Te acuerdas cuando vitoreábamos a Franco?» y otro arguye: «Claro, pero mis vítores eran de protesta».
No extraña que la escritora Esther Tusquets, en sus remembranzas Habíamos ganado la guerra, subraye que es la única barcelonesa que se recuerda con sensación de pertenecer al bando vencedor. Nadie lo diría a la luz de las fotos sepia de la masiva y vitoreada acogida al dictador en la Ciudad Condal como colofón de una contienda que el nacionalismo (y la izquierda) pervierte en una guerra de España contra Cataluña, como hizo con la Guerra de Sucesión (Secesión) por el trono de España.
Desde Zapatero en adelante, en efecto, el PSOE prefirió ser hijo de la Guerra Civil más que padre de una Transición que parece huérfana de repente, tras ser la envidia de países deseosos de peregrinar de dictaduras a democracias. Al ver la contumacia del PSOE para mantener en carne viva las heridas de la contienda fratricida, habría que añadir una coda a los versos de Juaristi –inspirados en el epitafio de Kipling a su único hijo, muerto en la Primera Gran Guerra– en los que se pregunta «por qué hemos muerto jóvenes y hemos matado tan estúpidamente». A lo que parece, tras el bucle melancólico que ayer Zapatero y hoy Sánchez trazan sobre aquel pretérito imperfecto, la respuesta ya no sería que «nuestros padres mintieron: eso es todo» porque también lo hacen sus nietos por medio de un antifranquismo retrospectivo. Con tal sobredosis de «memoria histórica» –un oxímoron, pues es memoria o es historia– inmortalizarán a Franco como jamás soñaron los nostálgicos del franquismo.
No por casualidad, en España, los menores de 30 años tienen una opinión infinitamente más desfavorable del franquismo que quienes lo padecieron. Hacen profesa ignorancia de la historia, indefensos ante «la verdad sospechosa» que se les predica, pero más atrayente que la realidad. Con ese revisionismo de la memoria, se acelera una operación destinada a denigrar la Transición.
Se soslaya que ésta no fue una muestra de olvido sino de memoria viva de una generación que tenía bien presente los desgarros de la Guerra Civil. De esta guisa, se propicia un nuevo régimen gobernado al alimón por la izquierda y el nacionalismo dentro del cual la España que representan el PP o Cs quedaría sin posibilidades de hacerlo.
Apropiándose de aquel «contra Franco vivíamos mejor» de la izquierda desencantada con el felipismo socialista, Sánchez hace de esa «memoria histórica» rectificada a golpe de decreto ley un arma ideológica que cuestione la Transición y la Constitución, además de perpetuar las «dos Españas» en el «país de los muertos», según Kant. Nada mejor para ello que desenterrar a Franco y pasear su cadáver como el de José Antonio desde Alicante al Escorial por los falangistas vencedores.
A esta procesión macabra, cada gerifalte local sumará los despojos de otros franquistas de relumbrón, como Susana Díaz con Queipo de Llano, a la par que ésta faculta, contra el criterio de la familia, la enésima excavación de Gibson en pos de los restos de García Lorca. Una estampa desgarrada para engrosar el mosaico fúnebre de Danilo Kiš sobre aquella nación yugoslava que dejó de serlo aherrojada al fanatismo más sangriento, como «la marrana que devora su camada».