No vale igualar los efectos disuasorios causados por la coacción criminal: «Cuando silencian una voz, nos callan a todos». Pues el caso es que no acallan a todos por igual, qué va. Quienes tenemos una voz más discordante respecto de ETA tenemos que callar en mayor proporción que los otros.
Maquiavelo recomendaba al príncipe ser «un gran simulador y un gran disimulador», pues no concebía habilidad mayor en un gobernante que la de saber dar en cada momento la apariencia oportuna. Tal era la «virtù» política básica, el poder presentarse como bueno o malo según convenga. Y si no hay político libre en mayor o menor medida de maquiavelismo, a fe que el Gobierno vasco cuenta con discípulos francamente aventajados. Ahí está para probarlo su actual campaña de sensibilización por la paz y la libertad, un trabajoso empeño por simular lo que no está pasando y disimular lo que en verdad nos ocurre. Para decirlo con uno de los motivos centrales de su cartel publicitario, todo un ejercicio de maquillaje político.
Tal vez el primer modo de simulación resida en el diseño mismo del cartel. Ese parecido y esa proximidad entre la bala y la barra (de carmín) podrían producir el efecto de banalizar el daño o, al menos, de oscurecer su comprensión. Un proyectil y un pintalabios, juntos y a la par: lo que tiene el cuadro de imaginativo, por reunir objetos a primera vista tan lejanos, le falta de didáctico al no atreverse a desvelar la conexión entre ambos. Por ahí se escapa el que hubiera sido quizá el mensaje más profundo del anuncio. Pues se trataría de entender de una vez que no hay en Euskadi, de un lado, muchos pacientes del terrorismo y, del otro, muchísimos más que maquillan esta sórdida realidad. Sino más bien que, si aquí hay tantos amenazados, es en buena medida ‘porque’ hay cinco veces más de personas que tratan de acicalar ese espectáculo o asisten al espectáculo como si no fuera con ellos. O sea, porque dejan vía libre a los amenazadores.
Expertos en disimulos
Pero los maestros en este oficio sin duda son los que detentan el poder político en nuestra comunidad, sencillamente porque ese poder incluye entre otros el poder de arreglar el aspecto de las cosas a su gusto. Así lo hizo el lehendakari hace un mes cuando presentó aquella campaña. Manifestó entonces su compromiso de actuar con «permisividad cero» ante las amenazas a las víctimas. Pero se le olvidó que, en su recurso de inconstitucionalidad contra la Ley de Partidos, defendió a Batasuna porque ésta preconizaba ideas y emprendía actividades que en nuestra tierra tan sólo «molestan, chocan e inquietan». No que amenazan y asustan, faltaría más. Como se le olvidó asimismo todo el hipócrita y prolongado proceso de desobediencia entablado por la mayoría gubernamental del Parlamento vasco con su negativa a disolver ese grupo de honestos parlamentarios. Y tantos otros casos tratados con una permisividad pasmosa, de los que las víctimas toman dolorosa nota día tras día.
Un recurso acostumbrado para retocar nuestra vida pública estriba en la reducción o simplificación de su realidad, que no es sólo el terror o su amenaza. Un tumor como ETA será lo peor, pero en modo alguno lo único malo de esta tierra. De manera más insidiosa vive entre nosotros el virus del etnicismo, que inflama a varios partidos de la tierra y que está enfrentando a nuestras gentes en dos mitades. De suerte que no es ETA la primera que silencia la voz crítica de muchos conciudadanos, sino una presión entre oficial y ambiental sofocante, la perversión ordinaria de bastantes sentimientos morales, la estúpida sumisión a lo juvenilmente correcto. Hay una forma de mantener la boca cerrada que consiste en temer discrepar de la cuadrilla, admitir como natural (‘normal’) lo más extraño y acogerse al tópico biempensante. La realidad vasca se resume, mejor que en la bala, en la barra de labios: con ella unos dan color a una realidad mortecina y sacan brillo a su prepotencia; los otros disfrazan como pueden su miedo, su asco o su hastío.
Cosmética de la indistinción
Puestos a dar el pego, el maquillaje más desvergonzado se logra mediante mecanismos de equiparación de lo desigual para así falsear los riesgos, devaluar a las víctimas o repartir sin distingos las responsabilidades políticas. Lo hace a base de aproximar dos formas de amenaza bien diversas: «Cuando ETA amenaza a un representante político, etc…., nos amenaza a todos y a todas». Claro que en un caso hablamos de una intimidación física, mientras que en el otro de una intimidación civil; y no es comparable amenazar de muerte a las personas y agredir a nuestras instituciones democráticas. Es verdad que una amenaza contra unos pocos se agrava si resulta a la vez una amenaza contra todos, pero cabe suponer que estos todos no viven su moderado ultimátum con la misma angustia que aquellos pocos viven el suyo. Más todavía, a lo mejor resulta que bastantes de los primeros no andan lejos ni de las premisas ni de los objetivos antidemocráticos de los amenazantes.
Por eso mismo tampoco vale igualar los efectos disuasorios causados por la coacción criminal: «Cuando silencian una voz, nos callan a todos». Pues el caso es que no acallan a todos por igual, qué va. Quienes tenemos una voz más discordante respecto de ETA arriesgamos mucho más y tenemos que callar en mayor proporción que los otros. Estos, los más próximos en creencias a ETA, no sólo pueden seguir hablando como si tal cosa; pueden asimismo fingir no enterarse de cuántos contrarios han optado por el silencio e incluso creer que tal silencio viene a darles la razón. De espaldas a todo ello, el Gobierno Vasco nos pide que el intento del terrorista «no selle tus labios». ¿Acaso nos está invitando a reflexionar en voz alta sobre la imposible pretensión democrática del etnicismo o el sinfundamento de la secesión de Euskadi? No lo creo; a estas alturas del desastre sólo nos invita a pronunciarnos contra ETA, qué arrojo, como si aún hubiéramos de abominar publicamente de las SS hitlerianas o del sistema esclavista.
¿Y qué habrá de decirse de la grosera indiscriminación en que el Gobierno sume a todo el conjunto de espectadores? Sólo la infamia puede proclamar que hoy en Euskadi ese resto de 2.040.587 ciudadanos maquillan la persecución de las otras -léase: la ocultan, permiten o justifican- por igual y con una falta parecida. Admitamos sin reservas que hay un pecado general de cobardía y omisión, sí, pero de mayor cuantía en unos que en otros. Las diferentes ideologías que profesan, los sentimientos que experimentan y los cargos que ocupan les hacen acreedores de muy distinta responsabilidad. Todos sienten miedo, pero los nacionalistas han obtenido y siguen obteniendo provecho de la transigencia institucional, en tanto que a los contrarios les toca sólo padecerla. Los unos repintan la fachada, mientras que los otros han de resignarse a dejar repintarla.
Los autores de la campaña sensibilizadora todavía aderezan nuestra penosa realidad a fuerza de malentender la naturaleza de la democracia: al ataque terrorista se añade ahora el dislate conceptual. Pues el derecho a la vida no es un «pilar de la convivencia democrática», sino de la convivencia civil a secas; no es requisito y conquista del régimen democrático, sino condición mínima y punto de partida de la política. No hay razón para enorgullecerse de habitar un país en el que muchos han de pedir permiso para seguir vivos. El primer pilar democrático, no el último, es el respeto a la dignidad de las personas. Y de él emanaría enseguida la consideración de la igualdad de los individuos como ciudadanos y únicos sujetos de derechos. ¿Pero no arranca el plan Ibarretxe justamente de la premisa contraria, de una hipotética nación étnica dotada de derechos? ¿Y no propone como punto de llegada una sociedad de individuos políticamente desiguales?
Esa formación pública de nuestros criterios políticos, que sería el principal cometido de la democracia, significa lo contrario de uno de los tópicos más extendidos y nefastos entre nosotros. Se trata de un lugar común paradójicamente cargado de excelente conciencia y aplaudido como signo de un ánimo abierto y tolerante. A ver si les suena: que ‘todas las opiniones son respetables’ o, según otra estúpida letanía en boga, que ‘todas las ideas o proyectos políticos son legítimos’. Probablemente no hay dicho que mejor condense el relativismo cultural reinante o eso que podría llamarse el nihilismo moral contemporáneo. Y con toda seguridad tampoco se hallará fórmula más eficaz para quedarnos sin razones frente a la sinrazón de los necios o el fanatismo de los creyentes, por ejemplo, en la Euskalherria que nunca existió.
Nada que justificar
Pues lo cierto es que las opiniones no requieren respeto, como sabe quien conozca su naturaleza (un saber particular y no demostrativo), sino su libre constraste por si de él brota un saber más universal en tanto que mejor fundado. Será su examen cuidadoso y su confrontación con otras el único ‘respeto’ que las opiniones merecen, la señal segura de que las tomamos en serio. No son, pues, las opìniones, sino el sujeto personal que las expone el que reclama respeto y, si siempre hay que prestárselo, ello será con frecuencia pese a lo arbitrario o desaforado de sus opiniones. Reconocer la dignidad de un individuo no implica rendirse de antemano a lo certero de sus juicios sino, llegado el caso, probar su absurdo o su debilidad e invitarle a cambiarlos.
Es para pasmarse ante la incoherencia de una tesis -una opinión- que, al tener que admitir lo respetable de la tesis contraria, proclama a un tiempo su propia falsedad, o sea, su absoluta falta de respetabilidad. ¿Acaso ha dejado de regir el principio de no contradicción? Una cosa es que en cuestiones prácticas (léase: morales y políticas) no quepa alcanzar un conocimiento tan riguroso como en las teóricas, y otra distinta que sobre lo justo e injusto no haya autoridad que valga y cualquiera pueda proferir cuanto se le antoje. De tener sentido aquella manida fórmula, nadie habría de molestarse ya en estudiar esas cosas, sopesar valores y ofrecer argumentos ni en pro ni en contra; tampoco debería deliberar con vistas a elegir su conducta o a promover ciertos proyectos civiles en vez de otros. Si todo fuera igual de justificable, entonces nada tiene por qué ser justificado y sólo el capricho, la ocasión o la mayoría dictarán lo que sea preferible. ¿Ven qué bien?
Tolerancia no es indiferencia
Son demasiados los que saltan de un brinco, como si tal cosa, desde convenir el derecho a la libre expresión del pensamiento a pretender que se respete sin chistar cuanto se expresa. He ahí una falacia de manual. Mayor todavía cuando tratamos de ideas o propuestas que afectan a la felicidad de las gentes y al buen concierto de la comunidad civil, porque entonces surge una exigencia ineludible. En tal caso esta libertad de expresión se empareja, de un lado, con el deber de razonar con mayor cuidado lo que se dice y, del otro, con el derecho a (y la obligación de) enfrentarse a los argumentos que nos parezcan erróneos o tramposos. La debida protección del pluralismo ideológico no ha de confundirse ni con la renuncia a la propia ideología para no molestar al otro ni con la equivalencia moral o política de todas ellas. La consigna de que aquí caben «todas las personas, todas las ideas, todos los proyectos» enuncia un interesado disparate.
Es un disparate parecido al de prohibirnos todo juicio de valor con alguna aspiración a universal, no vayamos a cometer un pecado de inadmisible arrogancia. Y es que los valores, así reza el dogma del momento, son relativos a las creencias y culturas peculiares de cada grupo o hasta de cada quisque, y no hay más que hablar. Corren tiempos en que la opinión sensata, además de asumir riesgos, resulta una carga excesiva y ha de esconderse bajo el mero ‘comentario’.
Lejos de ser tolerante, pues, el tópico de marras corrompe el sentido mismo de la tolerancia, esa virtud capital para la democracia. Tolerar es aceptar de buena gana convivir con lo extraño que nos molesta por considerarlo menos verdadero o valioso o conveniente que lo nuestro. No lo confundamos con soportar lo que no tenemos más remedio que aguantar, ni con dar por buenas cualesquiera doctrinas o modos de vida ajenos sencillamente porque nada nos importan ni por tanto nos incomodan. La tolerancia se opone a la indiferencia y, si no quiere negarse a sí misma, tiene como límites lo intolerable y al intolerante. El demócrata no debe tolerar al antidemócrata.
Al fondo de esta boba tolerancia, además del desinterés por la suerte del prójimo, late un desprecio inocultable hacia las ideas en general y hacia las ideas políticas en particular. Si se pregona que todas valen igual, las toleradas y las de quien tolera, entonces viene a proclamarse que ninguna vale en realidad nada o que no hay forma de averiguar su valía. Lo más probable es que semejante desdén hacia ellas provenga de la propia penuria de nociones y convicciones; o también que, junto a esa flaqueza teórica y moral, esté operando una especie de perverso contrato implícito. Igual que confieso mi deseo de ‘que nadie se meta conmigo como yo no me meto con nadie’, estoy dispuesto a tolerar lo que se tercie no ya por consideración a las ideas del otro, sino a fin de asegurarme su recíproco consentimiento para mis propias ocurrencias. Y así todos tan contentos…
¡No querrá usted convencerme!
De suerte que, según parece, cualesquiera opiniones deben emitirse y escucharse sin someterlas a la prueba de su debate. Tan sensible es el débil tolerante de nuestros días a todo lo que ofrezca visos coactivos, que hasta la misma fuerza argumental del adversario se le antoja un modo de abusiva imposición. Así, ante la previsible réplica enojada de ‘no querrá usted convencerme’, quien se propone encauzar las cosas mediante el razonamiento ha de pedir disculpas por adelantado: ‘no pretendo convencerle, pero…’. Y como usted se decida a cuestionar algo o a alguien en público, el buen tono le exige empezar con aquello de ‘sin ánimo de polémicas…’. O sea, como si eso de dar y pedir razones fuera poco menos que bronca callejera y, en todo caso, síntoma de dogmatismo o de mal carácter. Lo que hoy hacemos con la palabra pública es negociar (o sea, amenazar, prometer, chalanear, seducir), pero en modo alguno pensar en común. Toda una declaración de confianza en el diálogo como instrumento para organizar y evaluar nuestra vida colectiva.
Es que el ciudadano ‘normal’ presupone que las ideas políticas, públicas por definición, pertenecen a un orden íntimo del sujeto que sería de mal gusto exhibir o en el que los demás tuvieran vetado adentrarse. Ese mismo defiende también con la firmeza de un prejuicio lo inútil de toda discusión y el sobreentendido de que un combate dialéctico encrespa a los interlocutores sin acercar sus puntos de vista. Tanta concesión culpable ignora que las opiniones en materia política siempre deparan consecuencias prácticas -provechosas o dañinas- en la ciudadanía. Y que, aun cuando las solas ideas no delinquen, las peores de ellas animan a delinquir, justifican el delito… o nos dejan inermes ante él. Así es como las creencias etnicistas de bastantes, a la vista está, han acabado partiendo en dos nuestra comunidad: ¿no habrá llegado la hora de desecharlas?
Aurelio Arteta, catedrático de Filosofía Moral y Política de la UPV. EL DIARIO VASCO, 3/3/2004