José Luis Zubizarreta, EL CORREO, 20/11/11
Las dos semanas de mítines, que en sí mismas podrían haber sido notables, han quedado oscurecidas por una serie de factores que no las han dejado brillar
Parece que se ha instalado ya un consenso inamovible -tópico, por otra parte- respecto del carácter especialmente aburrido de la campaña que anteayer terminó. Casi siempre ocurre lo mismo. Yo creo, en cambio, que, en lo que a aburrimiento se refiere, esta última campaña no ha producido ni más ni menos que muchas otras de las que le han precedido. Si se me apura, me atrevería incluso a afirmar que no ha sido, ni de lejos, la de menor calidad de todas ellas. Pero tampoco voy a emperrarme en defender inútilmente mi opinión frente a la ya establecida. Prefiero destacar algunos aspectos sueltos que más me han llamado la atención.
Señalaría, en primer lugar, el enorme empeño que algunos políticos han puesto en la tarea de persuadir al electorado de la bondad de su opción o de la maldad de la del contrario. El del candidato Rubalcaba ha sido, por ejemplo, encomiable. Si no se hubiera dado por vencido desde antes de comenzar y su campaña hubiera sido menos zigzagueante, quizá le habría esperado esta noche una derrota no tan abultada. En cualquier caso, por su actitud, no sabría uno si compararle con un gladiador, con Sísifo levantando vanamente la piedra o con Felipe II en el momento de contemplar cómo su armada era desbaratada por los elementos. Y, para no ser injusto con otro de los más esforzados, mencionaré también a Urkullu, quien, pese a no ser él mismo candidato, se ha dejado la piel en su lucha por los suyos. En su caso, sólo el escrutinio final dirá si su meritorio esfuerzo ha sido o no en vano.
En cuanto a la campaña en sí, demasiado larga, totalmente predecible en sus resultados y desdibujada por factores externos son los calificativos que cabe aplicarle con mayor justicia que el de aburrida. En efecto, se equivocó el presidente Zapatero al anunciar la fecha de las elecciones con cuatro meses de anticipación y hacer con ello insoportable tan largo plazo de confrontación preelectoral. De otro lado, no hay quien anime una campaña electoral cuyo resultado final ha podido predecirse de antemano con casi total seguridad. Y, finalmente, tendría dotes de mago cualquiera que fuera capaz de atraer hacia los debates de campaña la atención de una opinión pública que se hallaba abducida por la catarata de noticias catastróficas que cada mañana le desgranaban los medios de comunicación. De este modo, una campaña que, en sí misma, podría haber sido calificada de notable ha quedado oscurecida y deslavazada por una serie de factores ajenos que no la han permitido brillar.
Todas esas circunstancias externas han hecho que la mente del ciudadano no sólo no haya sido captada por la campaña, sino que ni siquiera hoy esté centrada en un escrutinio que, en sus líneas generales, le es ya conocido. Su atención está puesta, y lo ha estado desde que comenzó el proceso electoral hace cuatro meses, en el día de mañana. Nunca como en esta ocasión, con la excepción, quizá, de la de los comicios de 1982, ha estado la opinión pública tan pendiente de qué va a decir el nuevo presidente electo y cómo van a reaccionar a sus palabras quienes las esperan con la misma o mayor ansiedad que nosotros mismos: los mercados internacionales y las autoridades europeas.
A expensas de lo que aquél diga y de cómo éstos reaccionen, no quiero pasar por alto en estas notas un detalle de la campaña que da a entender lo que va a ocurrir con el que está llamado a ser de ahora en adelante, según todos los indicios, el primer partido de la oposición. Los socialistas han querido defenderse, a lo largo de todos estos días, de la acusación de haber marginado a su secretario general, con la excusa de que estaba demasiado atareado en sus urgentes quehaceres presidenciales. Pues bien, el viernes, mientras Rubalcaba cerraba la campaña con sendos mítines multitudinarios en Andalucía y en Madrid, Zapatero se recluía en la placita de toros de León con sus amigos y más fieles seguidores para, como decía un periódico, concluir en la intimidad su aportación «de una manera amable, reconfortante y llena de afecto».
Tan irrelevante fue el acto que sólo algún medio afín lo recogió. Pero, aunque irrelevante en sí mismo, resultó enormemente significativo de la que se le avecina, a partir de mañana mismo, al Partido Socialista Obrero Español. No es, creo yo, José Luis Rodríguez Zapatero hombre que olvide con facilidad los desaires que se le hacen, mucho menos cuando son repetidos y vienen de sus propias filas. Por otra parte, en él reside todavía la autoridad o, cuando menos, el poder del secretario general, a quien toca ejercer importantes responsabilidades de cara al futuro del partido.
No parece, por tanto, que, en el momento de su despedida, vaya a permitir que otros le organicen su sucesión como le han organizado la campaña, sin luchar por que en aquella prevalezca el criterio que en ésta no ha querido o podido imponer. Atentos, pues, desde esta misma noche, puesto que los resultados electorales apenas encerrarán sorpresas, a los más mínimos gestos que en la sede de Ferraz puedan producirse.
José Luis Zubizarreta, EL CORREO, 20/11/11