Juan Carlos Girauta-El Debate
  • La memoria de las víctimas de ETA se difumina, se borra, cobra formas irreconocibles, y hasta molesta si se la trae a colación. Mientras, los terroristas que fueron (yo creo que el terrorista muere terrorista), adquieren un indudable prestigio

Osea, que el discurso de un tercero es lo que provoca la violencia. No el violento. Ignora Marlaska que ese expediente se le puede aplicar a cualquiera. A principios de los ochenta, cuando la izquierda y el nacionalismo catalán (valga la redundancia) no habían enseñado del todo la patita, Terra Lliure atentó contra Federico Jiménez Losantos. Sobrevivió porque pudo soltarse del árbol donde lo habían atado para dispararle en la rodilla. El terrorista era sobrino de una renombrada socialista. La prensa catalana señaló a Losantos como culpable de su atentado por sus críticas a la política lingüística. Así, los que no querían enseñar la patita enseñaron las dos patas enteras, y hasta sus microgenitales de Bocaccio. Aquella gentuza que durante tanto tiempo se ha venerado era la genuina izquierda catalana, toda nacionalista, toda culpable de la inmersión lingüística, toda —como vemos— blanqueadora del terrorismo. Ya eran como ahora.

No otra lógica se ha aplicado con la ETA por voluntad del PSOE y de Bildu, de Junts y el PNV, de Esquerra y demás excrecencias del sistema hoy agonizante. La memoria de las víctimas se difumina, se borra, cobra formas irreconocibles, y hasta molesta si se la trae a colación. Mientras, los terroristas que fueron (yo creo que el terrorista muere terrorista), adquieren un indudable prestigio. Una parte importante de esta aberración se debe a que también en el caso de la ETA se ha impuesto la aberrante lógica mencionada. Como un gesto que dice: «Haberse callado». Porque para los nuevos dueños de la memoria democrática (toma Orwell), aquello era un conflicto. ¿Y quién era el enemigo? ¿De verdad? Cualquiera que se resistiera a otra inmersión: la inmersión en el terror. Un éxodo silencioso trastornó para siempre la sociología y las elecciones vascas. Así que Marlaska no ha innovado nada en materia de infamia. No es, ni de lejos, el primer culpable que atribuye la responsabilidad de la violencia al que la recibe o al que la denuncia. El ministro culpa del estallido social al discurso de Vox.

Él, que llena España de inmigrantes ilegales, desprotege a la policía y la mantiene en salarios de miseria, sin reconocerles la profesión de riesgo y humillándoles a base de hacer que adelanten el dinero de su manutención mientras están trabajando. Él, que desprovee y diezma a los guardias civiles encargados de enfrentarse con lanchas de juguete a narcos asesinos. Él, que permite o estimula el uso de gases cuando se trata de proteger (¿de qué, de gritos?) las sedes del partido que asesinó a Calvo Sotelo ¡por hablar de más en el Congreso! Marlaska culpa de los resultados de sus políticas al único partido que las denuncia, que no puede celebrar mítines en paz ni colocar mesas sin que la militancia se juegue el tipo. Como subrayaba recientemente, con siniestro acierto, un alto cargo recogenueces: Vox es el único partido que necesita escolta en el País Vasco. El amigo de «aquellos muchachos» y Marlaska no ven en ello sino un demérito.