ABC-IGNACIO CAMACHO
El envejecimiento prematuro de los nuevos partidos está dando lugar a una nueva oleada de pesimismo antipolítico
ESTÁ dicho que no hay nada más parecido a la vieja política que la nueva política. Lo acredita la rápida asimilación de las formaciones de pretensión refundadora –Podemos y Ciudadanos; Vox es aún joven pero desde el principio se ha estructurado y definido como una organización de corte clásico– a los usos que venían a combatir con su adanismo efervescente y su fresco entusiasmo. Progeria política ha llamado algún lúcido analista a ese desgaste prematuro que ha llenado de canas a unos dirigentes treintañeros y ha devorado las células regeneracionistas de su liderazgo. En menos de cinco años, el espíritu de renovación democrática que parecía animarlos se ha disuelto en la jerarquía hipertrofiada de los aparatos. Los disidentes sufren purgas o se alejan desalentados y la estrategia la decide una dirección tan personalista como la de los partidos dinásticos. El debate crítico ha sido suprimido y estigmatizado; el inobjetable criterio del jefe –los jefes no se equivocan, como rezaba la añeja propaganda gilroblista– es el único que prevalece en medio de un funcionamiento regulado por los métodos propios de todo corporativismo sectario. Nada raro, al fin y al cabo, pero tampoco nada distinto a lo que estábamos acostumbrados.
La soberbia de macho alfa aisló primero a un Pablo Iglesias cuyo ímpetu revolucionario de asaltante de cielos no era más que un caduco leninismo de antigua escuela. Ahora el proceso de enroque ha comenzado a afectar a Albert Rivera, que ha reaccionado con un blindaje de lealtades incondicionales a la presión pactista del entorno y a las protestas de sus gurús de referencia. Una respuesta típica de la política más provecta: el que no esté conforme con las decisiones del líder ya sabe dónde está la puerta. El círculo estricto de confianza como fortín de resistencia. En el fondo es posible que en ese mundo de vanidades insatisfechas, dentelladas, ingratitudes y conspiraciones internas no haya otra manera de asegurarse la supervivencia. Lo que sorprende es que estos actores de hechuras tan estupendas no supieran lo que se cocía entre los cortinajes de la escena antes de irrumpir en ella con la solemne y fatua aspiración de cambiar las reglas. Que en su narcisismo no se diesen cuenta de la alta probabilidad de acabar, como el Zapata de la película de Elia Kazan, pareciéndose a lo que detestan. Y eso sin tocar poder: habrá que verlos cuando lo tengan.
Acaso lo más triste del caso es que su fulgurante y prometedora aparición, aunque haya conseguido fraccionar el denostado bipartidismo, no ha bastado para cambiar la percepción ciudadana sobre su oficio. En las encuestas vuelve a crecer de forma alarmante la opinión negativa respecto a la política y los políticos, en medio de un clima social de intenso pesimismo. Y ahora van ellos incluidos en ese desdeñoso veredicto, que constata la certeza de un fracaso objetivo.