Ignacio Camacho-ABC

  • El veto a Sánchez Mejías es un gesto de sectarismo retroactivo que retrata el desabrigo intelectual del ministro

La generación del 27 se llama así por ‘culpa’ de Ignacio Sánchez Mejías, al que el ministro de Cultura (?) ha vetado de la efeméride del centenario arrastrado por su obsesión antitaurina. Cernuda la denominó «generación de 1925», fecha en la que Alberti, Gerardo Diego o Dámaso Alonso publicaron sus primeros libros de poesía, pero la idea de grupo generacional tomó cuerpo a partir de la famosa foto en el Ateneo de Sevilla, reunión promovida y financiada por el torero penalizado con una cancelación política retroactiva. Fue él quien pagó el viaje a los citados, más Lorca, Guillén y varios más, los disfrazó de moros en una fiesta en su finca y los trató a cuerpo de rey durante los dos días que duró la tenida. De su bolsillo, no como esos mecenazgos con dinero público que patrocina la oficialidad ‘progresista’.

Esa realidad no la va a poder rescribir ni evaporar Urtasun como si fuera la historia de la conquista de México o uno de esos vestigios coloniales que está retirando de los museos. Podrá suprimir el nombre del matador en los actos del ministerio, y tal vez hasta en los libros de texto dictados por el pensamiento políticamente correcto, pero ninguna institución independiente y menos ningún experto serio va a comprometer su prestigio en un tabú tan dogmático como grosero, parecido a aquellos borrados de dirigentes caídos en desgracia durante el apogeo del régimen soviético. Un viejo vicio estalinista que por lo visto sigue vigente entre sus epígonos modernos.

El problema de la cruzada gubernamental contra la lidia es que, además de chocar contra una parte significativa de la izquierda, no tiene modo de abarcar todas las facetas artísticas, literarias y sociológicas permeabilizadas por la fiesta. Incluido el lenguaje, lleno de giros taurinos y frases hechas imposibles de eludir por muy moderno que uno se sienta. En el caso del 27, a ver cómo se las apañan los inquisidores para sacar la elegía lorquiana de las antologías poéticas; no va a bastar con que no quieran verla, como la sangre de Ignacio sobre la arena. O tantos versos de Miguel Hernández, que como el toro había nacido para el luto aunque ni él mismo supiera el verdadero alcance de su tragedia.

Mal departamento es el de Cultura para tratar de ponerle vallas a ese campo. El ministro puede legislar, si le dejan, contra la tauromaquia en el ámbito contemporáneo, pero lo tiene crudo para modificar el pasado como los ingenieros sociales orwellianos. Más le valdría ignorarlo que embestir a cabezazos contra un patrimonio material e intelectual que va de Ortega a Chaves Nogales, de Galdós a los Machado, de Merimée a Hemingway, de Goya a Zuloaga, de Solana a Picasso. Cancelar a «el bien nacido» es un acto de activismo fanático similar a los de esos botarates que tiran lejía a los cuadros. Un agravio inútil, un triste autorretrato sectario de alguien a quien le queda grande el cargo.