JORGE BUSTOS-El MUNDO
Decimos que la política se ha contagiado de la lógica del mercado porque los partidos compiten por el reconocimiento expresado en votos como las empresas pugnan por diferenciarse de la competencia para atraer al consumidor. Por eso hablamos de marca electoral, de oferta programática, de capital político, de comprar un argumento: lenguaje mercantil que metaforiza con precisión el funcionamiento de la lucha por el poder en las democracias representativas. La liquidez es a una empresa lo que la representación a un partido.
La alegoría comercial se ajusta tanto a la lucha partidista que corremos el peligro de sobrevalorar el factor diferencial en nuestros líderes. Un buen líder sería solo aquel que expresa a todas horas una identidad fija, reconocible para su electorado, considerado una masa compacta e inmóvil. Y en circunstancias normales, diferenciarse funciona. Pero en Cataluña hace tiempo que la anormalidad es la norma, como lo es en otros lugares de Europa que reaccionan con miedo a la intemperie global replegándose en el narcisismo de la pequeña diferencia. Por eso, si Manuel Valls tiene una oportunidad de ganar en Barcelona no será gracias a un perfil definido, restringido a unas siglas familiares, sino en virtud de una plataforma abierta al deseo común de igualdad y libertad que pueden compartir socialistas constitucionales, liberales progresistas y conservadores ilustrados. Se entabla entonces una alianza virtuosa que aspira a vencer por inclusión, no a excluir por identidad.
En un ecosistema viciado por el hecho diferencial, la candidatura europeísta y racional de Valls desafía los dos extremos de la pinza que atenaza a la metrópoli catalana: el resentimiento de clase del populismo y la supremacía nativa del separatismo. La política se libera así de la mezquindad de tendero y remite al sentido primigenio de la polis: ciudadanía reagrupada para trascender el tribalismo. Es cierto que la iniciativa partió de Albert Rivera, pero Rivera pronto entendió que si quería contar con Valls debía satisfacer su exigencia de autonomía; o lo que es lo mismo, renunciar a la marca de Ciudadanos para defender la idea de Ciudadanos. El falso liberal antepone lo propio; el liberal clásico lo sacrifica por el bien mayor, que es la supervivencia de la sociedad abierta donde prospera la libertad, hoy amenazada por periódicas invasiones tractorianas que portan de vuelta el tufo carlista de la reacción.
Frente a la secta de los homogéneos, Valls encarna el pacto de los distintos. Ya sé que los periodistas seguirán preguntándole si va con Cs, porque he descubierto que los periodistas políticos son en realidad periodistas deportivos, y un jugador sin camiseta no les cabe en la cabeza. Pero de lo que se trata es de ganar el partido con un equipo de intachables comunitarios.