Carlos Sánchez-EL CONFIDENCIAL
- La política de defensa y seguridad siempre ha sido un asunto ninguneado en España. De hecho, se ha subcontratado a la OTAN. Pero ahora toca reflexionar. El punto de partida está bajo mínimos
El mundo, antes de la invasión de Ucrania, no estaba formalmente en guerra. Claro está, salvo conflictos muy localizados. Es decir, aquellas guerras moleculares de las que hablaba Enzensberger tras el fin de la Guerra Fría, que, a la postre, reflejan un nuevo desorden mundial. Y para demostrar estas microguerras —alimentadas materialmente por los países exportadores de armas—, nada mejor que el último informe del Instituto de la Paz de Estocolmo (Sipri, según sus siglas en inglés), que refleja que en 2020 nada menos que 39 Estados, la mitad en el África subsahariana, estuvieron involucrados en algún conflicto bélico.
Es decir, no hay guerras globales —y eso es lo que se pretende lograr en Ucrania, que no se internacionalice el conflicto—, pero de lo que no hay duda es de que se trata de una paz armada. Muy armada. Tan armada, que el año del covid el planeta gastó en armamento 1,9 billones de dólares, algo así como la mitad del PIB de Alemania y un 50% más que el de España.
La escalada militar, a la que ahora se suma España, de hecho, no ha hecho más que comenzar. Y todo indica que irá en aumento. EEUU, pese a los recortes (gasta hoy menos que hace una década), supone nada menos que el 40% del gasto militar total, más del doble que su peso en el PIB global, lo que convierte a Washington en el gendarme del planeta, muy por encima de China (12,7%) y, por supuesto, de Rusia, que representa apenas el 3%, aunque su fuerza es su enorme poder nuclear: 6.255 cabezas, de las que la cuarta parte está ya desplegada. Solo EEUU (que ha desplegado 1.800) le va a la zaga: 5.500 ojivas.
Incluso India (72.900 millones de dólares) ya gasta más en defensa que Rusia, lo que muestra la decadencia del antiguo imperio soviético. Sin duda, una pérdida de posición que afecta a su capacidad de vender armas al planeta.
Ese papel hegemónico lo sigue detentando la poderosa industria militar estadounidense, que entre 2016 y 2020 representó el 37% de la venta de armas a nivel global, un 15% más que en el quinquenio anterior. Casi la mitad (47%) de estas exportaciones fue a Oriente Medio. En cambio, las exportaciones de Rusia cayeron un 22% y su proporción del total mundial se redujo del 26% entre 2011 y 2015 al 20% cinco años más tarde, como refleja el informe del instituto sueco. No es un negocio cualquiera, se calcula que la venta de armas y de servicios militares de las 25 mayores empresas productoras del planeta ascendieron a 361.000 millones de dólares en 2019, lo que supone un aumento del 8,5% respecto del año anterior.
Punto de partida
Desde el fin de la Guerra Fría no se producía una carrera armamentista tan decidida, y es en este contexto en el que el Gobierno ha anunciado que aumentará en los próximos años el gasto militar hasta representar el 2% del PIB, tal como reclama la OTAN desde hace años. No lo tendrá fácil. Entre otras razones, porque el punto de partida es muy bajo respecto de ese porcentaje. Los 10.512 millones de euros del presupuesto consolidado en 2021 (otra cosa es su grado de ejecución) representan apenas el 0,87% del PIB.
El Gobierno argumenta que el esfuerzo es mayor porque la OTAN no contabiliza las misiones militares en el extranjero, pero no parece, siquiera, que incluyendo esas partidas se esté cerca de los objetivos de la Alianza. Desde luego, no a corto plazo. Entre otras razones, porque tras la invasión de Ucrania el mundo camina hacia una reorientación de sus prioridades, algo de lo que se hablará en junio en la cumbre de la OTAN en Madrid, donde se debe definir un nuevo concepto estratégico. Y en España, no hace falta recordarlo, esa definición es trascendental porque el flanco sur —ahora lo es también el este— es el más frágil de la OTAN.
El presupuesto global, sin embargo, dice muy poco, ya que está claramente orientado hacia determinados programas que se llevan la parte del león. Solo hay que tener en cuenta que los programas especiales de modernización de las Fuerzas Armadas (Eurofighter, Leopard o F-100) se comerán este año 2.848 millones de euros, lo que supone nada menos que el 28%, casi un tercio del total del presupuesto de Defensa, que ya tiene una buena parte de su gasto comprometido nada más comenzar el año. Esos 2.848 millones de euros, como se puso de manifiesto en unas recientes jornadas parlamentarias, suponen el 78% del total del capítulo de inversiones (3.647 millones), que se queda con unos muy escasos 500 millones.
Para hacerse una idea de lo que significa esa cifra, solo hay que tener en cuenta que la partida de sostenimiento de los actuales equipos de defensa alcanza apenas los 909 millones de euros, incluso por debajo de los 1.073 millones que se dotaron en 2008. Todo es tan precario que, según anunció recientemente la secretaria de Estado de Defensa, Esperanza Casteleiro, no hay dinero para invertir en nuevos programas especiales hasta 2028.
Aunque el Gobierno no ha dado plazos para lograr el objetivo del 2% —ya el Ejecutivo anterior se había comprometido en Gales en 2014 a alcanzar ese nivel en 2024—, el esfuerzo se antoja colosal. Sería como duplicar una partida tan relevante en un contexto delicado para las cuentas públicas, y que se resume en un dato impactante: el endeudamiento público se situará al acabar este año en torno al 118% del PIB. Obviamente, puede optar por recortar otras partidas de gasto o bien cargarlo a cuenta del déficit, salvo que decida aumentar la presión fiscal para incrementar la recaudación. No parece que el Fondo Europeo de Defensa, una iniciativa de la UE todavía con muy poca dotación (8.000 millones de euros entre 2021 y 2027), pueda reemplazar las necesidades nacionales de gasto.
El coste de oportunidad
Lo que está en juego, en definitiva, es recuperar el célebre debate entre cañones y mantequilla que se puso de moda en los años de la Guerra Fría, y que incorpora una discusión intensa sobre el coste de oportunidad que incluye cada una de las dos opciones. O lo que es lo mismo, la rentabilidad de una inversión u otra en términos sociales, económicos y, por supuesto, de seguridad. Y que es lo que está detrás, de hecho, del debate en el propio Gobierno de coalición. Lo que está claro, como indicó un trabajo del Instituto Español de Estudios Estratégicos (IEEE), dependiente del Ministerio de Defensa, es que con un aumento inercial del gasto militar (incluyendo todas las partidas) España no alcanzará los objetivos de la OTAN.
El problema es todavía más relevante si se tiene en cuenta que en España, al contrario que sucede en otros países europeos por razones históricas, como Reino Unido o Francia, no existe una cultura sobre políticas estratégicas de seguridad, lo que hace que su papel sea subalterno, al margen de su posición geográfica. Es como pedir dinero a los contribuyentes sin que estos tengan conciencia de la importancia de la seguridad estratégica, como revelan las encuestas del CIS.
No existe, siquiera, un debate profundo sobre el papel de las fuerzas armadas y su entorno operativo más allá de su participación en misiones de paz. Cada uno de los gobiernos ha decidido que España esté presente en prácticamente todas las expediciones humanitarias, como una especie de contribución simbólica, pero a la hora de gastar en políticas de defensa, está en la cola. Tal vez, como han dicho algunos analistas, porque todos los gobiernos han entendido que había que perder más que ganar si se aumentaban las dotaciones presupuestarias en defensa, que se ha subcontratado a la OTAN. Es más vistoso políticamente acudir a misiones de paz. No es de extrañar, porque tampoco hubo un debate en profundidad cuando se decidió eliminar el servicio militar obligatorio, como advirtió en su día Felipe González.
Ni siquiera lo hubo pese a que el gasto en defensa se suele asociar a programas de investigación, desarrollo e innovación con alta capacidad de transferencia en el ámbito civil. No puede sorprender, por eso, que en ‘España 2050’, el documento estratégico que elaboró Moncloa, no se dedicara ni una línea a las políticas de seguridad y defensa. Probablemente, porque era un ‘asunto irrelevante’. Precisamente, cuando el concepto de defensa y seguridad ya no solo tiene que ver con armamento, sino con lo que desde hace tiempo se llaman guerras híbridas, que buscan desestabilizar mediante la proliferación de noticias falsas, la instrumentalización de los flujos migratorios, el ataque a infraestructuras estratégicas o la ciberguerra.