Ignacio Varela-El Confidencial
- El manejo de la Moncloa en los últimos 15 días, a cuenta del Pegasus, contiene un compendio completo de cómo no debe tratarse una crisis de esta naturaleza en un Estado al que le reste algún aprecio por sí mismo
Hay dos clases de gobiernos: los serios y los cantinfleros. El nuestro ya se había ganado con creces un lugar de honor entre los segundos antes de que apareciera en nuestras vidas el bicho Pegasus. Pero desde entonces, y con el protagonismo inusitado de su poliministro predilecto, Sánchez ha presentado una sólida candidatura para que España dispute la ‘final four’ del campeonato mundial de cantinfleo gubernamental. Lo malo es que lo ha hecho lesionando severamente uno de los instrumentos más preciados —y más delicados— de que dispone un Estado, que son sus servicios de información.
El manejo de la Moncloa en los últimos 15 días, a cuenta del Pegasus, contiene un compendio completo de cómo no debe tratarse una crisis de esta naturaleza en un Estado al que le reste algún aprecio por sí mismo. Como señala uno de sus satélites mediáticos circunstanciales (de los estructurales, para qué hablar), sería casi mejor que lo que contó el ministro edecán en la madrugadora rueda de prensa del lunes fuera una más de las trolas sanchistas que forman parte de la cotidianeidad. Por desgracia, todo hace pensar que los hechos de base son más ciertos que falsos y que lo que hay es un tratamiento disparatado y/o torpemente oportunista de los mismos.
Por una parte, está el uso del gusano informático para vigilar a un puñado de activistas antisistema, vándalos callejeros y políticos promotores del golpe institucional en Cataluña. Son tantos los de la lista que yo más bien me apunto a la teoría de quienes piensan que se quería controlar a unos pocos y después se fueron infectando entre ellos a base de enviarse mensajes con el espía dentro.
Dando por supuesto que se respetó el protocolo legal de obtener la previa autorización judicial, hasta ahí no veo dónde está el problema. Una de las funciones que la ley encomienda al CNI es “prevenir y evitar cualquier amenaza a la integridad territorial de España”. Si te conviertes voluntariamente en una amenaza de ese tipo, no debe sorprenderte que te coloquen un observador en el teléfono.
La cuestión es que los espiados secesionistas lo sabían desde el principio y decidieron lanzar la bomba fétida en un momento de su conveniencia política. Sánchez, asustado por la estabilidad de sus alianzas parlamentarias, hizo tres cosas, a cual más atolondrada: la primera fue señalar al CNI, como si se tratara de un ente extragubernamental. La segunda, enviar a Barcelona a su fontanero mayor para deshacerse en explicaderas ante los que le habían tendido la emboscada. La tercera, montar a toda prisa (mediando una resolución probablemente prevaricadora de la presidenta del Congreso) una comisión de secretos oficiales en la que ninguna persona sensata contaría un secreto de Estado ni bajo tortura, que es lo que sucederá a partir de ahora. Hoy mismo, sin ir más lejos. Con la composición de esa comisión plagada de elementos subversivos no han reactivado el control parlamentario de las materias reservadas, más bien se lo han cargado definitivamente. Creo que es precisamente lo que se buscaba.
El segundo episodio es mucho más gordo: un acto de guerra híbrida mediante el que una potencia extranjera por determinar se coló hace un año en los teléfonos del presidente y de la ministra de Defensa y extrajo de ellos una información también por determinar. La extendida sospecha de que la potencia invasora de los teléfonos sea la misma a la que este Gobierno acaba de obsequiar con una genuflexión en francés mal traducido aumenta el bochorno de la situación.
Al parecer, fue preciso que sucediera lo primero (que los independentistas montaran la escandalera de sus teléfonos pinchados) para que el Gobierno cayera en la cuenta de que los suyos estaban igualmente pinchados; o simplemente lo recordara y decidiera amontonarlo todo, buscando escapar por la gatera en medio del follón. Entregando, eso sí, la cabeza de la directora del CNI y preparando a la ministra de Defensa para el corredor de la muerte.
¿Qué haría un Gobierno serio —no cantinflero— en un caso como este? Primero, desconectar tajantemente un episodio del otro en lugar de prestarse a una secuencia temporal que invita inevitablemente a asociarlos. Además, callarse prudentemente hasta disponer de toda la información necesaria: quién te ha espiado, qué información te han robado y en qué grado esa información compromete la seguridad nacional. Tercero, una vez localizada la potencia agresora, articular, de modo igualmente silencioso, una respuesta proporcional y disuasoria. Cuarto, defender a toda costa el prestigio de tu servicio de información ante la comunidad internacional de inteligencia, que es extraordinariamente susceptible hacia quienes se dejan agujerear y además lo cuentan.
Por último, si por algún motivo que no se me alcanza resultara inevitable desvelar lo sucedido, poner en la pantalla a cualquier miembro del Gobierno (preferiblemente, la ministra del ramo) excepto al mismo que trajina los pactos políticos con los amigos del Estado como Junqueras, Otegi y compañía. Haría bien el presidente si delimitara con más precisión los cometidos de Félix Bolaños: que se encargue de todo, menos de las cosas importantes.
Más allá de la parte pirotécnica, lo realmente preocupante de este asunto es comprobar cómo los aliados de Sánchez, con la complicidad necesaria de este, progresan adecuadamente en la demolición progresiva del entramado institucional del Estado. Ya lograron herir de muerte al Tribunal Supremo, a la Fiscalía General y a la Abogacía del Estado; el Parlamento es un teatro bufo (para eso ha contado hasta ahora con la colaboración de la oposición), la presidenta del Congreso una subalterna y el procedimiento legislativo ordinario una reliquia del pasado; el Consejo de Ministros se asemeja más a un colegio gamberro que a un órgano colegiado; tras el todo vale de la pandemia, el BOE alberga en sus páginas una montaña de normas anticonstitucionales a las que ni siquiera se puso fecha de caducidad; los presupuestos del Estado pertenecen al género de la literatura fantástica sin que a nadie parezca preocuparle, y el Gobierno más progresista que vieron los tiempos —también el más improductivo en materia de reformas de fondo— actúa como agencia de publicidad de la extrema derecha. Resignados a perder el sur, Sánchez y Espadas ponen velas todas las noches para ver a Vox en el Gobierno de Andalucía y que continúe la jarana polarizadora.
Cuando llegue el día del ‘ho tornarem a fer’, los independentistas quieren encontrarse con un Estado famélico y maniatado: ese es el precio de su voto, que Sánchez va pagando en cómodos plazos. Ahora le toca el turno al Centro Nacional de Inteligencia, un órgano vital donde los haya.
Después llegará la hora del sacrificio de Robles, pero eso tiene más que ver con la familia. La ministra de Defensa lleva demasiado tiempo presentando elípticamente su candidatura para la terna del día después de la derrota. Dudo mucho que la dejen llegar viva a ese momento.