Miquel Escudero-El Imparcial

Jueves 02 de marzo de 202319:55h

Hay cosas que no deberíamos ignorar ni olvidar. En 1918, al abdicar el Káiser y proclamarse la República de Weimar, se negó la realidad de lo sucedido y a los soldados vencidos se les dijo que habían regresado sin ser derrotados, y las culpas se dirigieron a quienes les habían ‘apuñalado por la espalda’. Para los perdedores, los judíos bolcheviques fueron la cabeza de turco que escogieron para explicar su colosal desastre. De forma repugnante, estúpida y criminal, se les presentó carentes de humanidad y convertidos en bacilos corruptores de la sangre y raza alemanas. Hombres tensos, con miradas tristes, agobiadas y taciturnas depositaron su esperanza de una vida mejor en organizaciones encabezadas por auténticos miserables que supieron despertar una intensa energía e imprimir en los jóvenes una autoestima desmesurada, a base de un orden uniformado y una brutalidad programada. En aquel trance trágico, resonaba con insistencia el lema “¡Alemania para los alemanes! ¡Abajo los judíos!”; egoísmo y soberbia colectiva, junto a un odio delirante y racista que carecía de límite.

Los abusos del Tratado de Versalles y una gravísima e inacabable crisis económica espolearon una propaganda intensamente obsesiva de victimismo y de sed de venganza. Los alemanes fueron carne de cañón de una manipulación bien orquestada, que emocionó a miles de olvidados de su condición personal y convertidos en masa.

A las cuatro semanas de ser nombrado Hitler canciller alemán, ganador de unas elecciones democráticas, un hecho inesperado apretó el acelerador del régimen totalitario que los nazis proyectaban. La noche del 27 de febrero de 1933, hace ahora noventa años, un incendio provocado destruyó en pocos minutos la sede de la Dieta imperial (el Reichstag), el edificio del Parlamento alemán. De inmediato, a los pocos minutos, fue detenido un albañil holandés de 23 años y miembro del Partido Comunista, acusado de haber prendido el fuego; al año siguiente fue ejecutado. ¿Fue él el culpable, o alguien más obedeció a un plan de los nazis? Era inevitable hacerse esta pregunta. Lo cierto es que aquella enorme destrucción dio pie a un decreto que anuló siete artículos de la Constitución de Weimar: los derechos de reunión política y de libre asociación, de libertad de prensa y de expresión, la inviolabilidad de domicilio, correo, telégrafo y teléfono, el habeas corpus (recordemos: el derecho de un preso a comparecer de inmediato y públicamente ante un juez que le escuche y resuelva si su detención fue legal, y se actúe entonces en consecuencia). Se dio por hecho la teoría de la conspiración comunista y se fueron prohibiendo los partidos políticos hasta imponerse la dictadura y el tercer imperio germano: el terror del Tercer Reich.

Fritz Tobias tenía 20 años cuando se produjo el incendio del Reichstag. Hacia 1960, siendo funcionario del gobierno y miembro del SPD (la socialdemocracia alemana), escribió una serie de artículos y un libro acerca de aquella acción determinante para la rápida implantación totalitaria. No he leído todavía su texto sobre la leyenda y verdad de ese incendio, pero sí sé que arguyó convincentemente que el comunista holandés Van der Lubbe había actuado por su cuenta y riesgo. Y que no hubo complot, ni nazi ni comunista.

En su libro Viajeros en el Tercer Reich (Ático de los Libros), Julia Boyd se centra en la percepción que los viajeros a Alemania tuvieron del auge del proceso nazi. Hacia 1937, cerca de medio millón de norteamericanos visitaban cada año Alemania. Se estima que para aquella época unos ocho millones de estadounidenses tenían padres o abuelos alemanes. Dice la autora que “aunque los nazis odiaban el internacionalismo, entendían muy bien la importancia del turismo como herramienta propagandística”, y buscaron seducir y hechizar a sus visitantes. Los folletos de viajes turísticos destacaban en abundancia el legado cultural de Alemania. Por el contrario, el aislamiento de los alemanes era rotundo: a una prensa bajo censura se le unía la prohibición de viajar fuera.

Hubo turistas impresionados por ‘el alegre optimismo y la sencillez’ de Hitler, convencidos de que la propaganda exageraba la represión de aquel régimen. Una gran ceguera, un gran espejismo que alcanzaba a la mayoría de los alemanes. Uno de ellos, en cambio, refirió por carta que su nación estaba mentalmente enferma: “Nadie es capaz de ver la realidad”.

Las tristemente famosas quemas ceremoniales de libros en más de treinta pueblos y ciudades (una tradición que inició Lutero) no hicieron mella en el premio Nobel de Literatura el noruego Knut Hamsun, racista y contrario a la igualdad. No voy a dejar de leerlo por esas execrables ideas e inclinaciones, no haré hipócritamente otra quema ceremonial de sus libros. Distingamos sin sectarismo.