Ignacio Camacho-ABC
- Delon era y se sabía guapo. Con eso y un aire taciturno de hombre solitario le bastó para crear un icono cinematográfico
En ‘La noche de Mantequilla’, Cortázar relata una historia de exilio y espionaje ambientada en el combate que disputaron en un suburbio de París Carlos Monzón y José ‘Mantequilla’ Nápoles. Aquella pelea la organizó Alain Delon, metido a promotor de boxeo por mor de algunas amistades poco recomendables, y que al principio de su carrera había encarnado en ‘Rocco y sus hermanos’ a un joven púgil que trata de sacar adelante a una conflictiva familia de obreros industriales. Visconti se enamoró de él, en sentido artístico y literal, durante aquel rodaje, y se lo llevó a ‘El gatopardo’ para construirle un personaje a la medida de una película donde cada plano es una obra de arte. De allí salió proyectado como el mito sexual en que se convirtió más tarde: ambiguo, atractivo, gélido, inaccesible, arrogante. Un duro con cara de ángel.
Delon representó a esa Francia ‘hexagonal’, blanca, orgullosa de la tradición republicana, hoy en declive como quedó patente en la exhibición multicultural de la última Olimpíada. Le endilgaron la etiqueta oscura de una cierta masculinidad tóxica que nunca le impidió seducir y amar a las mujeres más bellas y admiradas, entre ellas Romy Schneider, por quien más allá de su tormentosa relación profesó siempre lealtad máxima, y a cuya agonía asistió al pie de la cama. Clément, Visconti, Losey y Melville, ahí es nada, le arrancaron sus mejores papeles con guiones de muy pocas palabras: bastaba su expresión para conferirle el aura de una figura turbadora, sugestiva, glacial, enigmática. Nunca fue un actor versátil, ni le hizo falta.
Le sobró con ese porte taciturno, hermético, huidizo, solitario, como de portador de un secreto vital borrascoso escondido entre los pliegues del pasado, pero capaz de arrancarse a sí mismo un toque de ternura, una fugaz sonrisa romántica, un fogonazo nostálgico. En la vida privada era distinto; primero un donjuán compulsivo, un tornado sentimental dispuesto a beberse la existencia a grandes tragos; luego un espíritu polémico, descarado, sin miedo a resultar antipático gracias al halo autónomo, invulnerable, de quien se sabe irresistiblemente guapo.
En realidad, se limitó a ser un icono, un objeto de deseo. Le valía con eso para asegurarse el éxito. El protagonista de ‘El samurái’, un hombre sin identidad, era el retrato exacto de esa leyenda rodeada de misterio y oculta tras un rostro de rasgos perfectos, un prototipo físico intemporal que él se encargó de mantener hasta que los años le vencieron. El mundo del cine, tan sesgado ideológicamente, no le perdonó que coqueteara con la ultraderecha a la hora de negarle los premios, pero aun así Cannes tuvo que rendirle, con mucho retraso, el tributo retrospectivo que reclamaban sus méritos. Y Macron lo declaró ayer un monumento nacional francés. No era para menos. Francés hasta el tuétano, aunque su Francia ya pertenezca a otro tiempo.