ARCADI ESPADA – EL MUNDO

Mi liberada:

Hace una semana en el parlamento de Cataluña, en un descanso de las sesiones de tramitación de las leyes fundamentales del movimiento nacional, un grupo de dirigentes del Partido Popular departieron amigablemente con el presidente Carles Puigdemont en el bar de la cámara mientras tomaban café, «¡café para todos!», como bromeó la diputada Alicia Sánchez Camacho. La acompañaban la diputada Andrea Levy, el secretario general del partido en Cataluña, Santi Rodríguez, y el director de la oficina del presidente, Josep Rius. La agencia Efe grabó y distribuyó las imágenes del encuentro, que provocaron rápidamente una riada de comentarios. El mismo día y a la misma hora, digamos, en los aledaños de otra cámara parlamentaria, una diputada catalana le negaba un saludo cómplice a un colega independentista. Nadie grabó ese momento, pero la diputada lo explicaba, pasados unos días, con firmeza y convicción: «Han cruzado una línea y lo han hecho en muchas direcciones». En el mítico jardín donde estaba hablando, un abogado que ha defendido a pederastas y cosas peores la escuchaba con atención. Discrepaba: «No me parece bien. Hay que dejar a salvo alguna zona donde más tarde puedan reconstruirse los acuerdos». Este viernes, en la mesa italiana y feliz del Bacaro, comenté el asunto con un querido agente comercial. Estaba de acuerdo con el abogado: «Necesitamos tubos de escape. Si los tapas, la vida explota». Comer pasta me activa la memoria, aunque los recuerdos sobrevienen envueltos en una gasa. Debe de ser el almidón. Me acordé del poeta Celaya, del arquitecto Aizpurúa, de Lorca y de José Antonio Primo de Rivera. Copia con buena letra este párrafo de Celaya, de Poesía y verdad:

«Aquel 8 de marzo de 1936 a que me vengo refiriendo, último día en que disfruté de Federico…, él me citó por teléfono en el Hotel Biarritz de San Sebastián, donde paraba. Mi sorpresa, cuando llegué allí, fue que Federico había citado también a José Manuel Aizpúrua. Faltó poco para que rasgara mis vestiduras porque siempre he pecado de violento y entonces, además, era joven. Compréndanlo. José Manuel Aizpúrua era un arquitecto muy avanzado e inteligente. A su iniciativa se debió que en una ciudad tan obtusa como mi San Sebastián se montaran exposiciones con Picassos, Mirós, Picabias, Max Ernst, etc. Era, además, todo hay que decirlo, un gran propulsor de la nueva poesía, y, en general, como se decía en aquellos tiempos «un vanguardista». Pero también era el fundador de la Falange de San Sebastián, y yo le había negado el saludo, aunque nos conocíamos desde niños.

Federico le hablaba a José Manuel, me hablaba a mí, y los dos le contestábamos, pero no conseguía que José Manuel y yo nos habláramos. ¿Por qué? Porque la guerra civil estaba ya latente. Pero Federico no lo entendía: «Los dos sois amigos míos». Era inútil. Había algo que no marchaba (…) Aquel día cuando se marchó Aizpúrua, Federico me dijo algo terrible que nunca me he atrevido a contar. Terrible pero a la vez hermoso porque demuestra con qué inocencia caminó hacia su muerte… Me preguntaba Federico por qué yo no había querido saludar a José Manuel Aizpúrua, y por qué, entre los dos, le habíamos creado una situación absurdamente tensa. Yo trataba de explicárselo con frenesí, quizá con sectarismo, y él, incidiendo en lo humano, trataba de explicarme que Aizpúrua era un buen chico, que tenía una gran sensibilidad, que era muy inteligente, que admiraba mis poemas, etc. Hasta que al fin, ante mi cada vez más violenta cerrazón, reaccionó, o quizá quiso que abriera los ojos de sorpresa, con la confesión de lo terrible:

– Es como José Antonio Primo de Rivera. Otro buen chico. ¿Sabes que todos los viernes ceno con él? Pues te lo digo. Solemos ir juntos en un taxi con las cortinillas bajadas, porque ni a él le conviene que le vean conmigo ni a mí me conviene que me vean con él. Federico se reía. Creía que aquello no era más que una travesura de niños. No veía nada detrás».

Es sabido lo que tenían detrás Aizpurúa, José Antonio y Federico. Los tres murieron fusilados.

No te irrites. Tengo todo el derecho a merodear. Ya sé que tu sumario temperamento preferiría telegramas en vez de cartas. Reírse con Puigdemont puede significar muchas cosas. Puede significar que la política es un teatro y que cuando acaban los fieros encontronazos parlamentarios la verdad cordial de la vida acaba predominando. Pero puede también que el teatro sean las risas, y la verdad la fiereza.

Una disposición del ánimo que te prohíba reírte con Puigdemont puede suponer una versión totalizadora de la política. Todo es política: el parlamento, el bar y la cama, y no debe haber contradicciones entre ellas. Este es un pensamiento muy K. Pero prohibirte las risas puede ser también la forma ejemplar de alerta de la que advertía la diputada. Algo así como decirles que lo vuestro ya no es política sino delito. Reírse puede significar una tregua en las hostilidades. ¿Acaso para intercambiar alcohol y tabaco no salen los soldados de las trincheras adonde luego vuelven para seguir matándose con mejor ánimo? Pero quizá la igualdad de destino entre soldados, implícita en el ejemplo, no se adecue a la escena Puigdemont, que actúa como dueño de la casa, paga el café y subraya la condición de invitados de sus interlocutores. ¿Cómo no iba a apreciar la escena amigable un hombre como yo, que ha repetido hasta saciarse el consejo de Mario Bunge, odia profundamente las malas ideas, exprime tu odio contra ellas hasta que no quede una sola gota de odio que pueda salpicar al hombre que las defiende? ¿Pero acaso no soy yo el mismo que ha leído tantas veces las reflexiones de Ferlosio sobre la declaración del terrorista que después de matar a un hombre apostilla que no tenía nada personal contra él?». Risas con Puigdemont después de tramitarse dos leyes que la mitad de los que se ríen consideran ilegales y una afrenta a la democracia. ¿No es acaso la tranquilizadora expresión de que aún hay suelo por debajo de la democracia y de que se trata del suelo, aun no vulnerado, de la humanidad? O bien: ¿no legalizan esas risas postreras las leyes discutidas, como si lo que se hubiese debatido momentos antes fuese la convalidación de un decreto sobre el sector del taxi, es decir, como si el café y las risas se hubiesen dado tras la pugna entre dos opiniones aún levantadas sobre un mismo suelo moral que, en realidad, se ha roto en mil pedazos? Risas, humor, convivencia. ¿Pero cuando observas la escena con atención no detectas que hay alguien ahí riéndose sutilmente de alguien?

Aciertas, libe. Entre dos cláusulas presuntamente equilibradas la adversativa desvela la decantación del enunciador. Fuera del trabajo, yo le giraría ostentosamente la cara a Puigdemont. Pero sin vocación ética. Me es indiferente que se lo merezca. Yo me lo merezco.

Y sigue ciega tu camino

A.