Jorge Bustos-El Mundo
Si Foxá nunca les perdonó a los comunistas haber tenido que hacerse falangista, don Mariano nunca les perdonará a los indepes haber tenido que hacer política. Porque el 155 está a mil millas de la inercia funcionarial en que Rajoy de ordinario mece su poder: el 155 impone el desenvolvimiento puro de la facultad ejecutiva. Se comprende su vértigo bartlebyano ante la llamada de la acción y por eso sujeta fuerte el brazo del PSOE, para compartir responsabilidades y de paso vengarse de las urgencias de Rivera, a quien sin embargo ha acabado dándole la razón a regañadientes.
El restablecimiento del orden constitucional en Cataluña será arduo, porque allí vive gente tan española que sabe de buena tinta que la juez Lamela es Rajoy con peluca, de quien dependerían en el fondo todos los poderes del Estado, a exacta semejanza de la Cataluña unívoca y compacta que anhelan construir. El latino entiende mal la separación de poderes más o menos desde Julio César. Sufre menos disonancias cognitivas si vive persuadido de que hay un hombre en España que lo hace todo, de modo que Rajoy prende los bosques y entrulla a los Jordis. Esta granítica sospecha revela un alma de súbdito resabiado cuyo pánico a que lo tomen por idiota no hace sino confirmar que lo es. Su recelo preventivo opera menos por interés malicioso que por química estupidez: jamás le perdonaremos a la gran industria de la necedad que ha sido el Proceso que nos haya robado la fe en la maldad humana. Tan literaria.
Por eso, más costoso que el orden constitucional será restablecer el orden psicológico catalán, cuyo diagnóstico tuiteó con precisión nuestro hombre en Moscú, Xavier Colás: «Hay rachas en las que defender la Constitución es como ir a hablar de ateísmo a la finca donde va la gente a mirar al sol para ver a la Virgen». Efectivamente, el 78 fue un logro laico con una única concesión religiosa: las nacionalidades. De ese credo torvo nace el delirio que establece que el autocorralito es la revancha fetén contra los bancos, y que la cacerola es fuente de derecho y cauce de soberanía, voz metálica del replicante identitario que actualiza el tam-tam de la tribu convencido de que los atrasados son los otros. Alguien así merecería vivir en la dictadura que cree que vive, porque en la era de internet la ignorancia es culpable. Pero el Estado se juega aquí su mejor paternalismo: el del padre que salva a su hijo adolescente de las tendencias autodestructivas que lo dominan. Que los separatistas, a un ritmo de cien empresas fugadas al día, preparen su suicidio no exime al Estado de la obligación de salvarlos de sí mismos. Es un deber moral con la parte alienada de la ciudadanía, pero también con la cuerda, que padecerá igualmente la insolvencia económica de nuestros neocarlistas.