ABC-GABRIEL ALBIAC

Manuela Carmena viene de la misma horma que Pablo Iglesias. Pero con muchísima más experiencia

EL populismo es un subjetivismo. El populista hace primar el carisma del líder como criterio único: esa unción sagrada da a todas sus decisiones valor profético. En el rigor populista, el líder lo es de carácter divino. Y la fe en su palabra pasa por encima de minucias confesionales: un populista puede ser creyente o bien ateo; en cualquiera de ambos casos, la luz del hombre providencial armoniza el asalto a una consumación de los tiempos que el populista siente estar a la vuelta de la esquina.

No hay excepción a eso. Cuando, hace ya unos seis años, Pablo Iglesias afirmaba –ahora es menos explícito– el carácter «populista» y «plebeyista» de su movimiento, a todos cuantos hemos estudiado las derivas patológicas de los movimientos revolucionarios desde final del siglo XIX se nos disparó una señal de alarma. Que yo subrayaba aquí cuando Errejón e Iglesias inauguraron su escaño enarbolando una obra del teórico oficial del Estado nazi. Quienes vieron aquello como una gracieta de gamberros simpáticos se equivocaban.

No hay irrupción populista sin matanza en familia: porque un voluntarismo tan personalizado exige la fijación de un solo guía que traduzca la voluntad del pueblo. Y cualquier competencia por el trono se convierte en duelo a muerte: el de Hitler contra Rohm en 1934, el de Stalin contra Trotski y la vieja guardia bolchevique en igual fecha; pero también las matanzas en familia de Triple A y Montoneros en la Argentina peronista. Que Podemos, cuya génesis se debe a Caracas y a Buenos Aires, haya aplicado idénticas ejecuciones internas no plantea contradicción. La fórmula de Lassalle –tan ingenuamente repetida en los años setenta–, «el partido se fortalece depurándose», poco tiene que ver con ningún rigor analítico. Es un llamamiento a la fe en el Vicario del Pueblo, ése en cuya voz el destino histórico se expresa: depurar a los herejes es trazar el camino de salvación que lleva al inexorable paraíso.

Primero, Iglesias le cortó el cuello a Errejón, sin que éste osara siquiera mover un dedo. Vino, luego, la caída de Tania Sánchez. Simultáneamente, la barrera sanitaria en torno a los «demasiado marxistas» de la Izquierda Anticapitalista. Cayó la «burguesa» Bescansa, cuya infidelidad tanto dolió al caudillo… Luego, topó con un hueso más difícil. Carmena viene de la misma horma que Iglesias. Pero con muchísima más experiencia. De su vieja tradición stalinista, la alcaldesa extrajo una lección clave en política: manda quien controla el aparato; y, en caso de conflicto entre aparato de partido y aparato de Estado, gana el que se apropia de las armas institucionales.

Carmena se desentendió, desde el principio, de las historias internas de Podemos. Y se apoderó metódicamente de todas las palancas de ese miniEstado que es el ayuntamiento de una capital moderna. Llegado el momento, «se compró» literalmente a la media docena de concejales de Podemos que le eran imprescindibles para prolongar su mando. Iglesias, su exgeneral favorito y su organización madrileña quedan malheridos. Y, si se ponen farrucos, a la alcaldesa le queda su bala de plata: ofrecerse como candidata al PSOE y borrar del mapa a lo que queda de sus simpáticos muchachitos. Si ese último giro táctico se ejecutara, Podemos quedaría muerto en un Madrid que es su plaza fuerte; pero también el PSOE saldría descuajeringado ante sus más fieles electores. ¿Ganaría alguien? Sí, claro: Carmena. Personalmente. Es la lógica implacable de los populismos.