Resulta cruel decirlo: el momento más importante de la vida del almirante Luis Carrero Blanco fue su muerte. Había sido el más constante e influyente consejero de Franco, el que marcó el desacompasado equilibrio entre el eje nazi-fascista y los aliados (1940), el que introdujo en los mandos de la economía a los llamados tecnócratas del Opus Dei, el que apostó firmemente por recuperar la tradición monárquica saltándose al voluble Don Juan y haciendo de su hijo Juan Carlos el único heredero del posfranquismo. Ya no le quedaba nada por hacer más que mantener el viejo barco hasta que la Divina Providencia tuviera a bien llevarse a su Caudillo al que jamás fue infiel, cosa insólita en la vida en general y en la política aún más. El atentado que le costó la vida hace hoy 50 años dejó un hueco tan grande como el cráter de los 75 kilos de dinamita que ETA hizo explotar a su paso.
Secuestrar al entonces vicepresidente del Gobierno, la mano derecha e izquierda de un Franco anciano que ya no podía siquiera usar las suyas, hubiera tenido una trascendencia inimaginable
Así quedó Carrero Blanco en la historia. Es significativo que a día de hoy sólo exista una precaria biografía dedicada a su persona y sin embargo se prodiguen los textos concentrados en su muerte. Teorías conspiranoides, operaciones de envergadura geopolítica y composiciones de fantapolítica sobre el significado último de su desaparición. Todas, producto de la perplejidad. Cuanto más sorprendidos estamos ante una realidad incontestable mayor es nuestra capacidad para elucubrar. Todos compiten en ningunear o engrandecer la figura de un hombre gris, tan desaforadamente gris como sólo era posible en aquel régimen donde llamar la atención tenía fecha de caducidad.
Era un marino especializado en submarinos -así hizo gran parte de la guerra civil- lo que quizá dé una pista, junto a la orfandad desde los 6 años, de su escasa capacidad para comunicarse. Su mundo intelectual, por decirlo de alguna manera, estaba en el catolicismo arcaico heredero de Pio IX. Sus libros, firmados «Juan de la Cosa», son alucinantes en su paranoia. No obstante nadie recuerda que le concedieron el Premio Nacional de Literatura en 1945 por un engendro titulado «La victoria del Cristo de Lepanto». Su matrimonio con Carmen Pichot -en El Pardo, «La Pichot», ajena al brujerío que rodeaba a Carmen Polo de Franco- fue borrascoso en tiempos hasta que los servicios «piadosos» del Opus Dei lo estabilizaran. Tuvieron 5 hijos. La última conversación telefónica la tuvo con su amigo «intelectual» Jesús Fueyo, un desaforado catedrático de Derecho Político, pistolero en su juventud falangista, que le había mandado su recién editado «La vuelta de los budas». Y fue para decirle que no había entendido nada. Esta farfolla histórica desapareció el 20 de diciembre de 1973.
Llevar a cabo un secuestro y en Madrid requería una infraestructura terrorista para la que ETA no estaba preparada fuera del País Vasco
Las obviedades sobre el atentado que le costaría la vida a él, al chófer y a su escolta personal, son bien conocidas. Frivolizan quienes aseguran que la idea de secuestrarle era un señuelo para matarle. Es desconocer la dinámica y las formas de una dictadura en decadencia y de un grupo terrorista. Secuestrar al entonces vicepresidente del Gobierno, la mano derecha e izquierda de un Franco anciano que ya no podía siquiera usar las suyas, hubiera tenido una trascendencia inimaginable. Los presos vascos vinculados a ETA, en 1973, superaban los 150; en 1975 pasarían de los 500. Un Franco mortecino no tuvo otra opción que nombrarle presidente del Gobierno, o lo que es lo mismo, hacer institucional algo que ya era real.
Llevar a cabo un secuestro y en Madrid requería una infraestructura terrorista para la que ETA no estaba preparada fuera del País Vasco. El atentado resultaba más sencillo. Traer 75 kilos de la dinamita que habían robado en las canteras de Hernani, asesorarse con el ingeniero de minas de la organización para hacer el túnel mortal y montar un dispositivo, por lo demás chapucero, para alquilar el bajo de la calle Claudio Coello, con la tapadera de un supuesto escultor que haría ruidos a todas horas. La mejor explicación de la inexistencia de pistas policiales sobre la presencia de ETA en Madrid está en que la policía tuvo que esperar a que llegara el Jefe Antiterrorista de Bilbao, Luis Pinillos, con las fotos de ETA para que la portera fuera diciendo todos y cada uno de los visitantes del piso. Los identificó la portera; no el espionaje español del Cedec- Cesid, ni la CIA, ni los soviéticos que tenían una oficina de servicio en la mismita zona.
A los cronistas del atentado terrorista se les escapa un detalle fundamental que les abrirá los ojos a los jefes de policía Sainz y Conesa un año más tarde. El papel de Genoveva (Eva) Forest en esa trama, porque sería ella la que generaría las más novelescas interpretaciones. La literatura estaba en su ADN. Cuando ETA se acerca a Madrid su único contacto militante es Eva Forest, con larga actividad antifranquista, pero en aquellos años sólo relacionada con Cuba y la revolución castrista ya muy desprestigiada. Enfermera psiquiátrica con figuras tan notorias como López Ibor, Martín Santos y Castilla del Pino. Esposa del dramaturgo Alfonso Sastre que había abandonado el PCE, en el que había sido un efímero miembro de su Comité Central. Ambos apoyaban inequívocamente a ETA.
Eva Forest será quien escriba el libro «Operación Ogro», editado en París, que firmaría en 1974 con el seudónimo «Julen Aguirre». A ella se deberá la útil humorada del encuentro en el Hotel Mindanao entre Beñarán Ordeñana «Argala» y un supuesto interlocutor del mundo artístico -sólo Eva hubiera sido capaz de este homenaje a John Le Carré- que le entrega un papel «escrito a mano», otra deuda a Le Carré, en el que descubre que Carrero Blanco va todos los días a misa a la Iglesia de los jesuitas de la calle Serrano; cosa sabida por cualquier enteradillo capitalino que no fuera un etarra llegado del caserío. Ella lo confesó a Angel Amigo, un antiguo compañero de militancia, que su libro sobre la «Operación Ogro» tenía muchas falsedades «para despistar a la policía».
La voladura de Carrero Blanco y la matanza de la calle Correo inauguran otro nivel de terrorismo que traspasará la dictadura y arrasará en la democracia
Así nació la leyenda sin nombre de las conexiones del atentado a Carrero Blanco. El día antes se había entrevistado con Kissinger. Una hora, pero acompañado del Jefe del Estado Mayor, general Díez Alegría, y el ministro de Asuntos Exteriores, López Rodó; todo lo sumisos que cabía esperar de la parte española. La imaginación de algunos cronistas se embravece hablando incluso de las prácticas de tiro de ETA en la Casa de Campo. A qué país y a qué época se referirán.
Los vericuetos precisos del atentado a Carrero tendrán algo de luz cuando unos meses más tarde, 13 de septiembre de 1974, explote en el lavabo de la Cafetería Rolando de la calle Correo, un paquete de dinamita que dejará 13 muertos y 84 heridos, que ETA no se atrevió a reivindicar. Los interrogatorios de Sainz y las torturas del policía Roberto Conesa sacarían a flote los fondos de miseria y complicidad de los dos trascendentales atentados. La voladura de Carrero Blanco y la matanza de la calle Correo inauguran otro nivel de terrorismo que traspasará la dictadura y arrasará en la democracia.