- ¿Puede blindarse una identidad en torno a la sexualidad de cada uno? Es lo que debería retener la atención de quienes, año tras año, se empeñan en festejar un «orgullo» cuyo único fundamento sea la especifica orientación de la libido
Que Groucho Marx haya sido uno de los más brillantes ingenios del siglo XX, no se exige enciclopédica cinefilia para afirmarlo. «Nunca aceptaría yo ser socio de un club que aceptara a socios como yo» es, por ejemplo, un compendio de sabiduría moderna. En bastante más trágico, pero con idéntico contenido, es lo que Blaise Pascal había axiomatizado desde el siglo XVII: «el yo es odioso». Y no, no nos engañemos, no es odioso tan sólo por las pesadeces que la cháchara de cada yo impone despiadadamente al desprevenido prójimo, como si al prójimo los plúmbeos dramas del vecino le importasen cuatro chavos. Es odioso porque «yo» carece de otra entidad que no sea la de la auto-leyenda a través de la cual se finge una identificación en lo común que, en el más inofensivo de los casos, miente; y que, en los casos más graves, acaba por poner en marcha el único mecanismo de identificación que el animal humano conoce: el común odio al no perteneciente a la tribu.
¿Puede blindarse una identidad en torno a la sexualidad de cada uno? Es lo que debería retener la atención de quienes, año tras año, se empeñan en festejar un «orgullo» cuyo único fundamento sea la especifica orientación de la libido, esa peculiaridad, en permanencia movediza, sobre la cual, por definición, ninguna identidad puede ser asentada: ni orgullosa, ni vergonzosa, ni mediopensionista.
Las malas traducciones de pésimos libros estadounidenses de los tres últimos decenios han acabado por trasplantar al español del siglo XXI una confusión léxica sin ningún fundamento. El llamado «pensamiento de género» es un simple olvido de que, en español «género» se dice sólo de las palabras. Nunca de los individuos. Así, que las palabras «guijarro» o «piedra» tengan géneros distintos –masculino la primera, femenino la segunda–, no implica –salvo para un pupilo del frenopático– que ni a guijarro ni a piedra sean atribuibles caracteres en mayor o menor medida testosterónicos. El género –como toda la aritmética que rige las combinaciones posibles e imposibles de palabras–, es una imposición estructural de la lengua, en la que las voluntades no juegan papel de ningún orden.
La mala traducción de esa pésima ensayística anglosajona, ha ido desplazándose a la promovida confusión entre «género» y «sexo». De donde vienen expresiones como «transición de género» o «rectificación registral del sexo», tan sin sentido como, por ejemplo, «reasignación o rectificación del uso de los participios pasivos». Los recursos lingüísticos no pueden «reasignarse». A fin de cuentas, no es imprescindible haberse leído a fondo a Saussure o a Hjelmslev para atisbar que los usos lingüísticos nos son siempre dados, y que, cuando pretendemos adaptarlos a nuestros gustos, sólo conseguimos hacer el ridículo. Piensen, por ejemplo, en qué quedaría un endecasílabo de Garcilaso, de Góngora, de Quevedo o de Aldana, una vez primorosamente transcrito en el uso políticamente correcto de los artículos y los géneros.
Porque el error concomitante al de esa primera mala traducción es el de superponer el significado de «sexualidad» al de «genitalidad». A partir de lo cual, por supuesto, cualquier catalogación administrativa entra en delirio. Porque la sexualidad no es más que la pasajera investidura del deseo. Deseamos, dejamos de desear, nos esforzamos por perseverar en uno u otro deseo… Hasta que la muerte acaba con todos. Y, si Baruch de Spinoza ponía en el deseo –en la «cupiditas», escribe él– la única esencia de lo humano, era precisamente porque la incontenible fluidez de sus imágenes diferencia a un hablante de un pedrusco. Identificar «sexos» (bajo analfabeta máscara de «géneros») es una tarea tan inteligente como la del niño aquel de San Agustín que andaba empeñado en ir vaciando el mar con una concha.
A la hora de archivar administrativamente a los ciudadanos, puede echarse sólo mano de caracteres estables. Que no son tantos: el color de los ojos, la estatura…; ni siquiera el color de los cabellos sirve para eso, desde que el tinte existe. Nuestras sociedades acabaron optando por clasificar genitalmente. Lo cual tenía la ventaja de tipificar la transmisión de códigos genéticos: algo que, a los médicos, parece que les interesa. El problema, claro está, es que cambiar de genitales duele un poquito más que cambiar de género. E infinitamente más que cambiar de investidura sexual. La vida es dura. Sobre todo para aquellos que se empecinan en ser idénticos.
En fin, bendito Groucho, que tampoco «aceptaría yo nunca ser socio de un club que aceptara a socios como yo».