JAVIER GÓMEZ DE LIAÑO-ABC

  • «Lo que está ocurriendo es una máscara de lo que la justicia debe ser, lo que, sin duda, responde al fin último de controlar los tribunales de justicia»

Mi querido amigo y compañero: tu carta me llegó hace una semana. La leí varias veces, pero son tantos los sentimientos y las emociones que me trasmites que preferí dejarla reposar para digerirla y disponer del mejor ánimo en el trámite de ofrecerte cumplida respuesta. Comienzo ratificándome en lo que siempre he pensado de ti. Que eres un gran juez, en el buen sentido de la palabra. Quizás esto no deba decírselo a un ser vivo, pero lo hago porque no pertenezco a la cofradía de quienes prefieren no hablar bien de nadie hasta que el entierro ha concluido, lo cual, dada nuestra diferencia de edad, es muy improbable que llegue a tiempo. Como te anticipaba, tu carta rezuma tristeza y decepción, lo que achacas a los tiempos convulsos que el poder judicial atraviesa. Concretamente, te refieres a las agresiones que, desde varios frentes, la judicatura española está sufriendo. Desde los insultos escupidos por la lengua viperina de una diputada independentista, hasta las graves amenazas dirigidas a jueces con nombre y apellidos, pasando por exigir que acudáis a comisiones de investigación bajo la acusación de lo que, con patente maldad y supina ignorancia, llaman ‘lawfare’. Se trata de gestos y comportamientos que, como bien dices, son la prueba evidente de una estratagema totalitaria que persigue dar el tiro de gracia a la independencia judicial.

Quienes pertenecemos a este mundo sabemos bien que el poder judicial, pese a su casi infinita importancia, lleva muchos años soportando el acoso de la paulatina y sistemática colonización de la política. El mal viene de lejos. No obstante, es verdad que el período que vivimos quizá sea uno de los más turbios y preocupantes de la historia judicial española. Lo que está ocurriendo es una máscara de lo que la justicia debe ser, lo que, sin duda, responde al fin último de controlar los tribunales de justicia. Ese y no otro es el objetivo real del acoso emprendido, por mucho que se pretenda disimular bajo muy distintas vestiduras. Ante este panorama sombrío de nuestra justicia, no me parece un exceso afirmar que en este país las leyes no las respetan ni quienes las hacen y escriben. Es más. No sé si a ti te ocurrirá lo mismo, pero a mí, a veces, me da la impresión de que nuestra Constitución sólo sirve para que algunos se constituyan, se reconstituyan e, incluso, hasta se prostituyan si fuera menester. Como se dice en mi tierra de Salamanca, son gente para la que el huevo siempre está por encima del fuero y que, alegando el fuero, se dan al desafuero.

Quien esto te escribe entiende, por tanto, tu desaliento y comparte tu congoja. Sin embargo, haciendo uso de la confianza que nuestra amistad me otorga, te recomiendo ser paciente. Administrar justicia y hacerlo día tras días, es un doloroso calvario que el juez lleva a cuestas con resignación, aunque en ocasiones se te rompa el corazón y la esperanza termine hecha ceniza. Sin llegar a viejo, ni tan siquiera a mayor, cuando miro el escalafón y compruebo que te queda poco para cruzar el tranco de los cuarenta años de profesión, puedo entender que el cuerpo te pida arriar velas. Sin embargo, como decía Camilo José Cela, que fue un fabuloso consejero de agobiados y desesperados, el que resiste gana y el que se impacienta pierde. Tal vez aquí esté la clave. En la necesidad del juez de combatir por su independencia hasta verter sudor y sangre y es posible que por esto no sean metafóricas las batallas de las que habla Ihering en ‘La lucha por el Derecho’ y que califica de elementos dramáticos que justifican la heroica resistencia. La pasión por la justicia y el odio a la injusticia implican una servidumbre forzosa que no es susceptible de extinción.

Cuando esta crisis termine, quizá el escenario de los rencores y las venganzas hacia los jueces haya bajado el telón. Mientras tanto, allá quienes sospechen de la integridad de los jueces o mancillen su honor y dignidad. Son individuos que sólo entienden la justicia en clave ideológica y que trafican con ella alterando su pureza. Por eso negar legitimidad al Tribunal Supremo y es un botón de muestra, como algunos irresponsables han hecho a propósito de la sentencia del juicio del ‘procés’, es propio de políticos que aborrecen el severo templo de la justicia y prefieren los barracones de feria en los que cada pared a modo de espejo les devuelve, multiplicadas y deformadas, sus taras e intrigas. A la cabeza me viene aquello que Cervantes decía que cuando la cólera se sale de madre, no tiene la lengua padre, ni ayo, ni freno que la corrija. Y, por cierto, qué bien les vendría a estos mercaderes del derecho a los que me refiero leer el final de la ‘Orestiada’ de Esquilo, cuando Atenea, la diosa de la sabiduría, justifica su intervención en el mundo de los mortales con esta frase: «Que ningún hombre viva sin control de la ley, ni controlado por la tiranía». Esto se escribió en el siglo V a. C., pero el mensaje es atemporal y universal. La ley es una alternativa al despotismo y para los jueces el imperio de la ley significa que, como independientes que son, han de lograr que el derecho se aplique. Alguien, querido amigo, hará, algún día, la lista de las esperanzas y las desesperanzas del juez; el censo de sus afanes y vicisitudes; el catálogo de sus anhelos y de sus renunciaciones. Te confieso que yo estoy en la tarea y, hoy por hoy, la nómina de los gozos y las amarguras del juez viene marcada por la proclamación de que sus decisiones son fruto de una firme e insobornable conciencia. Esperándolo todo y desesperando, también. Y hasta luchando a brazo partido con el único fin de ser justo y con la angustia de equivocarse.

Tengamos paciencia y, con calculada serenidad, hagamos el esfuerzo en superar la pena y la desventura que la presente situación de constante e intenso ataque al poder judicial nos produce. De siempre, el noble oficio de juzgar al prójimo ha sido pasto propicio para los desahogos de justicieros y un gravamen que hay que sobrellevar con resignada compostura. El juez espera, espera siempre, al tiempo que desespera, desespera siempre y bien sabes que, a caballo de la duda, eso que para Shakespeare es la antorcha del sabio, el juez, en su soledad, anda y desanda eternamente, sin pausa y sin sosiego, el camino de sus infinitas singladuras.

Para terminar y no se trata de consolarte ni de consolarme, la carrera judicial cuenta con el espaldarazo del Rey Felipe VI. Ahí están sus actos y presencias judiciales y no judiciales, lo cual da pleno sentido a que la justicia emanada del pueblo se administre en su nombre. Reciente está su último discurso de Navidad que supongo verías y que me pareció una alocución pronuncia da no sólo con la sapiencia del consejo, sino también con la perentoria solicitud de respeto a la separación de poderes. Salvo que vivamos en un país de sordos, todos entendimos lo que no pocos quieren ignorar y muchos necesitaban escuchar. Para mí tengo que el discurso no fue el típico de Nochebuena, sino una guía para gobernantes, un aviso de navegantes y un alivio de caminantes, lo cual es lógico, pues ya se sabe que el Rey reina, pero no gobierna. Lo importante y estoy seguro de que coincidirás conmigo, es que su intervención más que palabra de Rey, fue palabra de ley, que es mucho más sólida y menos perecedera y discutible. En fin. Aquí pongo punto y aparte a esta carta. Al igual que tú, amo profundamente a la justicia y no conozco otro oficio que más temple exija que el de juez. En palabras de tu admirado Piero Calamandrei, quien tiene fe en la justicia consigue siempre, aun a despecho de los astrólogos, hacer cambiar el curso de las estrellas. Nada más. Escríbeme siempre que te apetezca. Me comprometo a no tardar tanto en la respuesta. Recibe un saludo muy afectuoso de tu leal amigo que te aprecia y admira.