ESTIMADO presidente:
Me presento. Soy una vaca sin papeles, me llamo Margarita y le escribo desde el corredor de la muerte de las vacas. Como aficionado a los refranes sabrá que uno no es de donde nace sino de donde pace, y yo he pacido toda mi vida en Cataluña. Sin embargo, a ojos de la Generalitat no soy lo suficientemente catalana como para seguir viva: carezco de una trazabilidad clara, al parecer. Represento un peligro para la salud de mis conciudadanos, que no deben mezclarse con especies no homologadas. Yo no sé a qué le suena todo esto, pero a mí desde luego me recuerda a Himmler, aunque él al menos ponía mucho cuidado al entrar en casa cuando regresaba tarde del trabajo para no despertar a su canario.
Concernida por la delicada situación en que me encuentro, comprenderá que haya seguido con el máximo interés el intercambio epistolar que usted ha protagonizado con mi president, el señor Puigdemont. Hablan ustedes de soberanía, de voluntad de entendimiento, de responsabilidad institucional; pues bien, apelo a mi condición de bóvido residente en un Estado de Derecho para terciar con intención constructiva en la disputa. Porque mi caso puede ser el de muchos, y mi vida está en manos del Govern como la de todas mis paisanas.
Invoco su Galicia natal, rica en pastos, donde tengo buenas y numerosas amigas. Si usted alcanzó a emocionarse en un campo de alcachofas, que ni sienten ni padecen, ¿no será capaz de apiadarse de una vaca a la que se le niega, no ya la ciudadanía, sino la misma vida? No se me imputa fraude fiscal, pues la esquila me delataría si me aventurase más allá de la frontera con Andorra. Se me acusa, como a tantos, de no ser una buena catalana, una catalana perfectamente trazable. Soy pues víctima del peor de los especismos, que es el nacionalismo, y a esta injusticia general se le añaden varios agravantes: el machismo, porque me gustaría ver si se atreven con un toro; la discriminación lingüística, porque no sé mugir en catalán; y el animalismo singularmente obtuso de esos funcionarios empeñados en comportarse como acémilas estabuladas en la cadena de un poder inicuo. «Cataluña es un paraíso para nosotros», decían. «Incluso han prohibido las corridas», decían. Que las repongan. Prefiero ver a mi marido toreado en una plaza, donde goza de una oportunidad de vengarse de la torpeza.
En las horas de debilidad me consuelan los veganos, que me pasan la mano por el lomo y me atiborran de hierba. Pero yo nunca he sido una vaca antisistema: yo creo en el capitalismo y en las instituciones, cuyas garantías son más sólidas que la empatía cuqui. Esta gente es de una cursilería atroz, presidente. Al próximo perroflauta que me pida un selfi lo empitono. Yo quiero ser tema de debate en el Consejo de Ministros, que es donde se deciden los indultos.
Soy una vaca catalana, señor Rajoy. Pero sobre todo soy una vaca española. Y por española, europea. Como tal exijo ser tratada. Le confieso mi alivio cuando devuelve a los cabestros del Parlament al toril constitucional. No me abandone a su capricho. Sobre todo no me traslade a Andalucía, donde tengo entendido que asan a las vacas con el dinero robado a los parados.
Me despido con una advertencia a mis congéneres. Que mi sacrificio, si ha de llegar, no sea en vano. Si nos sacrifican como vacas será por no saber comportarnos como ciudadanos. Por mirar el Procés como las vacas ven pasar los (choques de) trenes.
Bravamente suya, Margarita.