HENRY KAMEN-El Mundo

El autor visita un pueblo catalán lleno de símbolos con los que representan su independencia de España; una farsa, como él dice, promovida por políticos irresponsables que están haciendo mucho daño.

ESTÁN CONTENTOS de recibir a los visitantes y el camino hacia el pueblo está bordeado por cientos de lazos amarillos. Lo primero que ves cuando entras en el pueblo es una enorme bandera, la estelada, que mide alrededor de tres por dos metros, ondeando valientemente con el viento del verano. La enseña se ha de renovar de tanto en tanto, porque los fuertes vientos hacen de ella pedazos. Al borde de la carretera hay un pequeño letrero que te informa de que estás entrando en un «municipio de la República Catalana». A partir de ese momento, la misma afirmación nunca cesa. Dentro del pueblo, una pared completa está pintada con el enunciado «Som República». Cada farola de la calle está adornada con una estelada, y cualquier otro poste disponible tiene atada una cinta plástica amarilla en nombre de los «presos políticos». Frente al edificio del Ayuntamiento hay una placa con un largo texto que explica una historia (totalmente ficticia, un falseamiento total de los hechos reales) sobre la resistencia del pueblo en el año 1714 ante el avance del ejército opresor del Rey Borbón Felipe V. En otra pared hay una hoja publicitaria que invita a los residentes a participar en una reunión una vez a la semana para hacer un buen ruido en apoyo de la república.

Para un visitante foráneo, todo esto puede parecer irreal. Sin embargo, desde el otoño de 2017, varios pequeños pueblos de Cataluña se han entregado a la emoción de proclamarse parte de una república independiente que el Gobierno efímero de Carles Puigdemont proclamó que existía. Los episodios de 2017 en realidad no buscaban ser subversivos, a pesar de que eran percibidos así por mucha gente en toda España. Simplemente, hacían realidad al sueño republicano que ha existido entre un puñado de activistas catalanes durante el último siglo, más o menos. El espíritu de intenso localismo, el rechazo a reconocer que puede haber vida fuera de los parámetros del pueblo cerrado, han sido siempre características integrales del regionalismo catalán (obsérvese que no digo nacionalismo, simplemente porque una nación catalana no ha existido nunca realmente, y la mayoría de los catalanistas no son separatistas). El pueblo que hemos estado visitando siente sinceramente que está en la República.

Los que conocen la historia de G. K. Chesterton sobre El Napoleón de Notting Hill recordarán que la pasión por el localismo existe en muchos otros rincones de Europa. En este relato, la pequeña república se declara independiente del resto de Londres, pero los acontecimientos acaban trágicamente. El líder rebelde, el hombre que provocó la tragedia, a costa de cientos de vidas, no se arrepiente de sus acciones. Y protesta: «¿Acaso la gente no sabía que no estaba destinado a ser real?». La república debía de ser puramente simbólica, las personas no debían dar por sentado que era real y que deberían sacrificar sus vidas por ella. Ellos son, dice, los culpables de la tragedia. Veamos el final de la historia, una conversación entre dos hombres.

– Él dijo, muy lentamente…

– «¿Lo hiciste todo sólo como una broma?».

– «Sí», dijo el otro, brevemente.

– «Cuando concebiste la idea», continuó el primer interlocutor, «de un ejército para nosotros y una bandera para Notting Hill, ¿no tenías en mente la intención de que tales cosas pudieran ser reales?».

– «No», respondió el otro, volviendo su rostro hacia el amanecer, con una sinceridad sorda y espléndida. «No tenía ninguna intención en absoluto».

El resultado en Notting Hill fue terrible. Uno se estremece al pensar en los paralelismos con Cataluña. El ex presidente que proclamó la república catalana, Carles Puigdemont, dejó en claro casi al instante que la independencia no era real y que la región aún no estaba preparada para ello. Su declaración de independencia, declaró en una entrevista en Bruselas, «tenía una función simbólica y un objetivo político». La ex presidenta del Parlament, Carme Forcadell, también declaró ante la Justicia que la república era, de hecho, sólo simbólica, no real. La ex consellera d’Ensenyament, actualmente fugada en Escocia, Clara Ponsatí, admitió el mes pasado en un acto celebrado en Londres que el Govern, con el referéndum del 1-O y la declaración de independencia, estuvo «jugando al póquer» con el Estado español y que la parte catalana «iba de farol».

Cuando el nuevo ministro de Exteriores de España, Josep Borrell, se enteró de la declaración de Ponsatí, dijo: «El próximo día que jueguen al póquer, que lo hagan con garbanzos. Han estado jugando con el futuro del país». Ponsatí admitió que los conselleres separatistas se habían estado comportando incorrectamente, y agregó: «Hay un límite del ridículo que yo puedo hacer por Cataluña».

Era obvio que estos políticos proclamaban la naturaleza simbólica de la república a fin de evitar el enjuiciamiento por rebelión. Pero el aspecto impactante de este simbolismo es que no tomó en cuenta los deseos y aspiraciones de la mayoría de los ciudadanos, y reveló el cinismo absoluto de los políticos involucrados. Los políticos separatistas prometieron a sus votantes una verdadera república. En cambio, éstos recibieron una imitación fraudulenta. Miles de ellos, con la esperanza de que la nueva república les traería la salvación total, descubren que ahora tienen que inventarse una república para sí mismos. Y eso es lo que han intentado hacer varios municipios de Cataluña. Es injusto criticarlos por sus acciones; simplemente están realizando lo que se les prometió. «El día de hoy del año que viene» –palabras de un ex conseller que ahora está en la cárcel– «os prometo que tendréis una república». Esa república nunca llegó.

POR EXTRAÑOque parezca, no ha habido enojo en la ciudadanía en general en Cataluña por el hecho de que la república no tenga funcionarios, ni actividad, ni haya tomado medidas ni haya traído ningún cambio en la vida cotidiana de nadie. La república existe más bien el mismo modo en que Dios existe: no lo ves, pero crees con seguridad que existe. Ésa es la gran fuerza de la creencia en la república: su misma invisibilidad garantiza que está aquí.

Pero es hora de insistir en que los ciudadanos de Cataluña no son parte de un juego de póquer, y que no son juguetes que los políticos puedan manipular. Cataluña se encuentra hoy en una grave crisis social, está sumida en graves conflictos civiles, todos ellos provocados por un movimiento que no se toma en serio y que piensa que tiene derecho a destruir sus vidas como diversión. Tres mil empresas comerciales han trasladado su base social desde Cataluña a otros territorios de España, las aldeas y las mismas familias se han dividido entre sí, ha habido una fractura casi sin precedentes de la población catalana. Uno tiene que volver a 1714 para encontrar tal división dentro del pueblo catalán. La verdad es que toda la construcción de una república catalana ha sido, como la república de Notting Hill, una farsa.

En el pueblo catalán que visitamos hay un gran muro pintado con las palabras optimistas «endavant república», cuando todos los que están fuera del pueblo saben que esa república no avanza, sino que está en retirada total. La enorme estelada continuará volando todos los días en el pueblo, pero el Govern no ha dado ni un solo paso para hacer realidad las promesas hechas a las personas que votaron por ellos.

Henry Kamen es historiador británico; entre sus libros publicados está España y Cataluña. Historia de una pasión (La Esfera de los Libros, 2014).