Entregar dinero a una organización terrorista, para que ésta siga existiendo y actuando como tal, es un delito del que se trata en el Código Penal y no procede confundirlo con las bienaventuranzas o los misterios gozosos del Rosario, que se estudian en el Catecismo. Aunque la portavoz de Ibarretxe no lo sepa, pagar es un delito, no una obra de misericordia.
Benjamín Franklin dejó claro que «nada hay seguro en esta vida, salvo la muerte y los impuestos». No hay razón para que en ese plural inclusivo no quepa el llamado impuesto revolucionario. Es más, a ninguna de las gabelas que pagamos a la Agencia Tributaria o a las diputaciones forales le cuadra tan bien como a la exacción terrorista la sentencia citada. El impuesto revolucionario casa mejor con la muerte (su castigo alternativo) que el Impuesto de Bienes Inmuebles, pongamos por caso, que sólo acarrea un recargo y, en el peor de los casos, una multa.
También cumple mejor que los impuestos convencionales la condición de inevitabilidad que le impuso Franklin. El Impuesto de Sucesiones, por ejemplo, está llamado a desaparecer, pero el impuesto revolucionario es para siempre: se paga en épocas normales y también durante las treguas. Y si es primer viernes, se ha de comulgar. El cartero llama dos veces, escribió James McCain. El de ETA, una vez al mes, pero eso sí, todos los meses.
Vuelve con fuerza la extorsión y el cartero reparte cartas a manta, como christmas en Navidades, Grande-Marlaska y Garzón han ordenado algunas detenciones y otras comparecencias, entre las que destacan las de las hermanas Bruño, el consejero delegado de Sidenor, su anterior presidente, el ex viceconsejero de Interior, Sabino Arrieta, y el empresario Jesús Guibert, que fue secuestrado en 1983 y pagó rescate a los Comandos Autónomos Anticapitalistas, sin que haber aforado a éstos le exima de pagar a ETA. No son gente de honor. Ni siquiera venden protección.
Ahora que han vuelto las cartas y la Audiencia Nacional llama a declarar a los paganos, la portavoz de Ibarretxe dictaminó: «Las personas extorsionadas por ETA son víctimas, y sólo ETA es culpable de la extorsión». El consejero de Justicia, Joseba Azkarraga, se mostraba coincidente, al acusar a Garzón de estar «convirtiendo en delincuentes» a quienes son víctimas del chantaje, cuestión que «nadie entiende». En 2004, se produjo un escándalo cuando el juez Andreu llamó a declarar a los grandes cocineros vascos y así.
Ahora que caminamos venturosamente hacia un estado laico, bueno será que empecemos a dar al César lo que es del César. Entregar dinero a una organización terrorista, para que ésta siga existiendo y actuando como tal, es un delito del que se trata en el Código Penal y no procede confundirlo con las bienaventuranzas o los misterios gozosos del Rosario, que se estudian en el Catecismo, a ver si aclaramos los conceptos. Aunque la portavoz de Ibarretxe no lo sepa, pagar es un delito, no una obra de misericordia.
Otra cosa es que el pagano sea un delincuente o no, que al cometer el delito concurriera en él la circunstancia eximente de estado de necesidad. Entre quien paga voluntariamente y quien lo hace movido por un miedo invencible hay una gama amplia de relación con el delito. Es el juez quien tiene que determinarlo.
La sociedad vasca debería afear su actitud a los paganos y ensalzar a los empresarios que se niegan. Con el dinero que aquéllos pagan para comprar su libertad, ETA compra más muerte que administra a quienes no tienen capacidad de elegir: los miembros de los Cuerpos de Seguridad y los concejales del PSOE y el PP, por poner ejemplos.
Ahora que Garzón está en el tema, a ver si tira del hilo que cuelga en el bar Faisán, para saber quién fue el policía que dio el queo al dueño: «Cuídate, que por ahí te andan buscando». Ilustrísima, anímese, ande.
Santiago González, EL MUNDO, 9/7/2008