Juan Carlos Girauta-ABC
- En el nivel de los cargos, las fidelidades se entrecruzan
Friedrich Hayek -que no es familia de Salma, Adriana- explicó tan pronto como en 1944 la lógica perversa que hace ascender lo peor a la cima de las organizaciones. «Por qué los peores se colocan a la cabeza» es el título del capítulo de Camino de servidumbre que desmenuza el fenómeno. Hayek habla desde su época, su preocupación se centra en los totalitarismos, en cómo y por qué prosperan. Pero su conclusión principal sobre lo que hoy llamaríamos meritocracia inversa se confirma una y otra vez, por encima de las épocas: «Si deseamos un alto grado de uniformidad y semejanza de puntos de vista, tenemos que descender a las regiones de principios morales e intelectuales más bajos, donde prevalecen los más primitivos y “comunes” instintos y gustos».
Con la destitución de Cayetana Álvarez de Toledo, Casado viene a corregir las inconvenientes virtudes de su yo novato, el que no había sido maleado, el que acababa de culminar gesta tan notable como alzarse con la presidencia de un gran partido de gobierno frente a competidores -y sobre todo competidoras- subidos a una nutrida red clientelar. La manera más fácil de entender la importancia de lo que logró es preguntarse qué futuro le esperaba en su partido de haber sucedido lo esperado, que perdiera: ninguno. Casado jugó sin deudores mediáticos, sin apoyos en la organización, invocando a pelo los valores fundacionales, que eran los de Aznar, no los de Fraga. Y ganó.
Dos años después, decapitando a su principal activo intelectual, Casado viene a decirnos que ha madurado. Ya no cree que en su partido quepa una inteligencia no colegiada y no alineada. Es un gesto a analizar. Sus primeras consecuencias son la reafirmación de su autoridad interna y el debilitamiento de su autoridad externa. Para los cargos orgánicos, la autoridad de Casado se consolida por el argumento ad baculum. No hay mensaje que inhiba más a las almas conspiradoras que la pública ejecución de un alto cargo. No descubro nada. El propio presidente del PP ha invocado su autoridad, y aunque ello lo explicitara la defenestrada en rueda de prensa, el mensaje implícito no escapa a nadie que viva del partido o espere vivir de él.
En el nivel de los cargos institucionales, las fidelidades se entrecruzan. ¿Conviene estar a bien con el presidente del partido? Conviene, pero no es lo único. Ni siquiera lo decisivo. En los reinos de taifas, lo más seguro es caer en gracia al mandarín regional que gana elecciones por su cara y su nombre. Feijóo obvió en campaña la imaginería del PP para volcarse en una asombrosa celebración de la simbiosis entre él y su tierra. Feijóo y Galicia, Feijóo y Galicia. O sea, Feijóo es Galicia. Esta deriva nacionalista no es tributaria de las ansias y ambiciones de tal o cual barón, aunque existan, sino principalmente de la estructura del poder territorial español. A un Feijóo no le aporta nada una Cayetana. O mejor, lo que Cayetana aportaba al PP, que era mucho, concierne a lo que se conoce como guerra o batalla cultural, algo que Feijóo no necesita para nada en su predio. Si él es Galicia, no puede molestar a ningún gallego. Y si un gallego se molesta con un presidente autonómico que carece de aristas, es que el problema lo debe tener él, no su presidente.