Rubén Amón-El Confidencial

  • El líder del PP debilita al partido y se debilita a sí mismo en una pugna extemporánea que subestima el valor de sus baronías y que conviene a la reputación victimista de Ayuso

La oposición de Pablo Casado a Sánchez se define en la pasividad, cuando no en la inanidad, en el antagonismo hueco. La táctica frente al líder del PSOE consiste en dejarlo corromperse y caer. Una estrategia contemplativa, más de ‘voyeur’ que de opositor responsable. Por esa razón sorprende que el patrón de Génova haya decidido movilizarse con vehemencia hacia dentro, precipitando una crisis interna que expone la precariedad del aparato y que mantiene estupefactos a los principales líderes autonómicos. El caso más llamativo y elocuente es el de Isabel Díaz Ayuso, pero las maniobras jacobinas de Casado tanto inquietan a Núñez Feijóo en Galicia como irritan a Juanma Moreno en Andalucía. 

El triunvirato recela del autoritarismo de Casado. Y padece la inseguridad con que el presidente del partido afronta el proceso de sucesión a Sánchez. No debe convencerle demasiado a Casado —y hace bien— el clamor demoscópico, pero sorprende la torpeza con que gestiona la autonomía de sus barones.

Mejor les van las cosas a todos ellos, más fuerte ondearía la bandera de Génova, si no fuera porque Casado percibe como una amenaza la descentralización del poder, las peculiaridades territoriales y la ambición de sus alfiles. Más inteligente y astuto resultaría aprovechar todos los recursos que aportan las baronías. No se les puede imputar ni a las unas ni a las otras que Casado haya sido incapaz de inculcar un liderazgo fuerte. Ni tampoco tiene sentido atribuirles una pugna para destronar al presidente del partido.

Casado es el único candidato posible en las próximas elecciones. No el mejor, pero la falta de entusiasmo o credibilidad o de respeto no contradicen la tregua política y orgánica que le garantiza la oportunidad de disparar la última bala de plata. Ha perdido dos veces las elecciones. Y debería disputar las terceras sin obsesionarse por la pujanza de los virreyes. Le conviene adherirlos a su campaña. Le interesa aprovechar su corpulencia.

El triunvirato recela del autoritarismo de Casado. Y padece la inseguridad con que el líder del partido afronta el proceso de sucesión a Sánchez 

No existe mejor argumento aglutinador que una victoria. Y no tiene sentido organizarle a Ayuso un plan de sabotaje que carboniza el prestigio de Almeida y que además redunda en la reputación victimista/populista de la emperatriz madrileña. Es posible que figure en sus planes la conquista de la Moncloa —el sueño húmedo de Miguel Ángel Rodríguez— y que se observe a sí misma como la mejor antagonista de Sánchez —las elecciones madrileñas fueron el ensayo general—, pero la eventual estrategia nacional únicamente podría concebirse después del fracaso de Casado en las generales. 

Mientras tanto, Ayuso tiene toda la legitimidad y todo el derecho para convertirse en la presidenta del PP en Madrid. Las tradiciones orgánicas y las evidencias plebiscitarias sobrentienden inequívocamente la idoneidad de su candidatura y la gestión absoluta, absolutista, de su reino de taifas. 

Puede decirse lo mismo de Juanma Moreno respecto a la autonomía con que gestiona la fecha de las elecciones anticipadas en Andalucía. Ya le gustaría a Casado convertirlas en la meta volante de la gran victoria de la Moncloa, pero el barón malagueño rechaza convertirse en un recurso instrumental y discrepa del intervencionismo con que se desenvuelven los cachorros de Génova, tal como los describe Esperanza Aguirre.

Y puede que la responsabilidad de la endogámica trama orgánica responda al manejo de Teo García Egea, pero no tiene demasiado sentido atribuir al lugarteniente la congoja y el miedo que describen la debilidad de Casado. Más cerca se observa a sí mismo en la Moncloa, más identifica conspiraciones y sobreactúa en la reivindicación de su poder. El problema de Casado es la autoridad. O la ausencia de ella en el sentido con que la define el derecho romano (‘auctoritas’), es decir, un reconocimiento implícito, respetuoso y unánime hacia la jerarquía y la manera de conducirla. 

Casado ejerce una oposición meramente obstruccionista. Le tiene miedo a Vox. Observa a Ayuso como una ingrata (“yo fui quien la creó”). Y le ha confiado a García Egea la pretensión de controlar el partido desde el látigo centralista y las actividades burocráticas. Que si congresos. Que si convenciones. Es la descripción de un planteamiento que desdibuja la credibilidad del partido cuando más necesita exponerse unido.

Casado debería liderar un proyecto político más liberal y menos conservador, atrayendo para sí a los votantes desamparados de Ciudadanos y atreviéndose a distanciarse del modelo patriotero, confesional y oscurantista que representa la extrema derecha justiciera de Santiago Abascal.

El PP tiene mejor banquillo que jugador titular. Más que ganar las elecciones Casado, las perdería Sánchez. Pero la admisión de estas limitaciones no puede convertirse en una paranoia del patrón de Génova, ni en el pretexto de debilitarse a sí mismo a través de una purga que repercute en la precariedad de su liderazgo.