Ignacio Varela-El Confidencial
El giro del PP tiene poco o nada que ver con la moderación. Se trata más bien de un cambio en el enfoque de su confrontación con el Gobierno
Hay pocas cosas tan inútiles en el análisis político —especialmente en la interpretación de lo que sucede en los partidos— como la pereza reduccionista de contemplar todo como un pulso entre presuntos moderados y supuestos radicales. Sobre todo si es el adversario quien traza a su conveniencia la frontera entre unos y otros.
Aún más estéril es la afición topográfica de medir a cada minuto quién se desplaza dos grados a la derecha, uno a la izquierda o se aproxima unos centímetros al centro, ese lugar legendario del que todo el mundo habla sin que nadie sepa precisar dónde está y en qué consiste.
Nada de lo que ocurre estos días en el PP se explica con esas categorías. No tiene que ver con la santificada moderación (si en mayo de 1940 Churchill hubiera hecho caso a los ‘moderados’ que le rodeaban, se habría avenido a negociar la rendición con Hitler) ni con el enésimo viaje al centro que se reclama del PP, que en este caso se asocia a colaborar con el Gobierno de Sánchez e Iglesias sin exigir nada a cambio. Lo que el presidente llama “arrimar el hombro”, que, en su lenguaje, significa entregarle un cheque en blanco y darle las gracias por aceptarlo. Es paradójico que nadie acuse a Sánchez de falta de moderación por llevar más de 100 días negándose a hablar con el líder de la oposición mientras el país se cae a pedazos.
El cese de Álvarez de Toledo como portavoz responde a una lógica más orgánica y funcional que ideológica. Nada permite sostener que Cayetana sea más de derechas que Teodoro García Egea, Pablo Casado o Núñez Feijóo. Al contrario: en muchos aspectos, su pensamiento es más contemporáneo, laico y próximo a los valores de la Ilustración —más republicano en el mejor sentido de la palabra— que el tradicionalmente dominante en la derecha española.
Tampoco implica un giro estratégico, si por ello se entiende que preludie el inicio de un periodo de aproximación del PP al Gobierno y de apertura a los acuerdos políticos que ambas partes bloquean contumazmente. Casado y Sánchez no tienen el menor interés en concertar políticas, por deprisa que España camine hacia el colapso. Si no quisieron hacerlo cuando la peste mataba a 1.000 personas cada día y los españoles temblaban en su encierro, no lo harán jamás.
Las estrategias de ambos están claramente fijadas, y son simétricas. La del PP descansa sobre la previsión de que la concatenación de todas las crisis, con la ola de malestar social que la acompañará, se llevará por delante este Gobierno y terminará entregándole el poder por inercia. Se trata de racionar drásticamente el oxígeno a Sánchez, esperando la defunción por asfixia durante una legislatura infernal que se nos hará eterna, y agudizar su propia condición de alternativa necesaria. Ese es el núcleo de su clarificador discurso de ayer.
La idea de Sánchez se basa en sobrevivir a los efectos corrosivos de este fallo multiorgánico de España fabricando una dicotomía extrema entre lo que él representa y la amenaza de un frente PP-Vox que resulte indigerible para la mayoría de los votantes. Zafarse de un mal agitando el peligro de otro mayor. El monstruo bifachito como lancha salvavidas.
El caso es que ambos planes son estratégicamente verosímiles, pero su eficacia futura excluye de raíz cualquier cooperación presente. Cuando hablan de manos tendidas, omiten añadir que es al cuello del otro.
El giro del PP tiene poco o nada que ver con la moderación. Se trata más bien de un cambio en el enfoque de su confrontación con el Gobierno. Lo que inicialmente se concibió como una guerra ideológica exacerbada, alimentada por la alianza del PSOE con todo el bloque extraconstitucional (recuerden: “populistas, extremistas, comunistas, separatistas, golpistas, filoetarras”, y así hasta el vómito), se reformula tras la pandemia y la recesión para concentrar ahora el ataque en el desastre de la gestión gubernamental ante la crisis y la asociación mecánica de la figura de Sánchez a la catástrofe sanitaria y económica y al colapso institucional.
El Casado de la prepandemia sí diseñó, en el verano del 18, una oposición basada en el combate ideológico y cultural contra el sanchismo-podemismo y su alianza con los nacionalismos. Ese fue el sentido de la elección de Cayetana Álvarez de Toledo como portavoz y el encargo que recibió. Nadie como ella para conducir y dar consistencia intelectual a esa batalla. El supuesto de partida era que la explosiva mezcolanza ideológica de la mayoría de Sánchez provocaría su descarrilamiento más pronto que tarde. En el intervalo, Casado procedió a blindar su precario poder interno, previo exterminio de cualquier vestigio del periodo anterior. Ese fue el encargo para García Egea.
Pero dos circunstancias alteraron por completo el escenario. Por un lado, la constatación de que Sánchez se dispone a agotar la legislatura aunque el mundo se desplome sobre su cabeza. Por otro —y sobre todo—, el desencadenamiento de la hecatombe: una epidemia asesina, un fracaso espectacular en el combate contra ella y un socavón económico de proporción insondable, que convertirá la legislatura —quizá la década entera— en un calvario social. Si lo primero afectó a los plazos, lo segundo ha alterado por completo las prioridades. No es que el PP piense en cambiar los cañones por claveles, sino en reorientarlos para adecuarlos a la nueva situación. Una larga guerra de desgaste en la que los cañonazos adquirirán la forma de estadísticas.
En realidad, se trata de calcar el modelo de oposición de Rajoy a Zapatero entre 2009 y 2011 —que fue cualquier cosa menos moderada—, esperando un resultado similar. También Mariano transitó de la batalla ideológica en la primera legislatura de Zapatero a la denuncia implacable del fracaso ante la crisis en la segunda. Y resultó.
Así pues, el giro de Casado implica más un cambio de guion que de actitud básica. De la batalla de las ideas se pasa a la de la gestión. Ello trae consigo una renovación del elenco. Hay que enterrar a los doctrinarios tipo Cayetana y resucitar a toda prisa a los gestores de Rajoy, a los que el nuevo líder pasó por las armas tras su victoria pírrica en aquel congreso posterior a la moción de censura. Cualquier día veremos a Soraya entrar de nuevo en la sede de Génova.
“El PP no es un partido conceptual”. Esta pequeña frase, casi escondida en el discurso de ayer, condensa todas las claves de esta operación. Es a la vez una clara indicación del nuevo rumbo y una respuesta inequívoca a la catarata de reproches de Álvarez de Toledo. Seguro que ella ha captado el mensaje.