José Antonio Zarzalejos-El Confidencial
Casado es el único de los candidatos que puede poner en práctica con Rivera “la competencia virtuosa” que formuló Errejón para el entendimiento entre Podemos y el PSOE
El jueves, un escuálido 7,6% de los supuestos militantes del PP (dicen que eran más de 860.000) elegirá a los candidatos a la presidencia del partido que luego se someterán a una segunda y decisora vuelta en el congreso extraordinario de la organización el 20 y 21 de julio. En él, solo votarán los compromisarios, los natos y los electos. Podría darse el caso de que los afiliados eligieran a uno de los que han presentado su candidatura y los congresistas a otro. Si así fuese, el resultado sería chocante y aumentaría la deslegitimación que ya concurre por la baja participación de las bases en el proceso de designación.
El PP ha sufrido dos graves reveses después de la catastrófica gestión de Rajoy de la crisis de la moción censura. El primero: no hay banquillo en la formación porque ya se encargó el hoy registrador de Santa Pola de aventar a posibles competidores. El segundo: no hay inquietud en el PP, ni de la buena ni de la mala, que movilice a los afiliados y, así, el partido presenta un encefalograma plano.
Dicho lo cual, Pablo Casado es —tenga o no posibilidades de prosperar su candidatura, y me atengo a la encuesta que ayer publicó El Confidencial, que no le ofrece como favorito— la mejor de las opciones. Por descarte. Soraya Sáenz de Santamaría es el trasunto de Mariano Rajoy y solidaria de todos sus éxitos, pero también de sus muy sonoros fracasos. Nunca ha tenido especial relación con el partido, ni ha mostrado un compromiso ideológico definido.
María Dolores de Cospedal es una política respetable, que ha ganado elecciones (y gobernado) en Castilla-La Mancha al PSOE, un bastión del socialismo. Se ha enfrentado a Luis Bárcenas como no lo hizo nadie, incluso en los tribunales. Y ha sido un contrapeso imprescindible de la exvicepresidenta plenipotenciaria de Rajoy. Sin embargo, el desplome orgánico del PP le es atribuible, porque ella ha ostentado la secretaría general desde 2008, compatibilizándola con la presidencia de la formación en su región y con el Ministerio de Defensa.
Pablo Casado acarrea dos hándicaps. El de más calado es que pueda sufrir un serio arañazo a su reputación si se le investiga penalmente sobre las circunstancias de la convalidación de sus estudios universitarios. Pero le asiste la presunción de inocencia y ha ofrecido unas explicaciones solventes. El segundo hándicap es menor: también ha formado parte de la dirigencia popular, pero solo desde el mes de junio de 2015 asumiendo la vicesecretaría de Comunicación del partido, en la que, por cierto, se ha comportado con una ecuanimidad encomiable. Nunca ha sido adusto y ha controlado sus filias y sus fobias. Siempre accesible, ha proyectado una cierta sonrisa en el cejijunto PP de Rajoy.
Las fortalezas de Pablo Casado están en su edad (37 años cumplidos el pasado mes de febrero), en su experiencia (es diputado nacional por Ávila y ha transitado por destinos que le han preparado para misiones superiores) y en su discurso durante la campaña, que ha sido el más renovador, el más integrador y el más decidido. El hecho de que haya presentado el mayor número de avales (más de 5.000) es revelador de que un sector del PP le apoya de salida y los que no lo hacen —pero podrán hacerlo pasado mañana— saben que una pugna entre Sáenz de Santamaría y María Dolores de Cospedal, además de inevitable, resultaría letal para la organización. Casado es la tercera vía. Y como lo es, y crece entre los afiliados, tanto Cospedal como Margallo le lanzaron ayer dos misiles: es el candidato de Aznar. Hasta ese punto de degradación ha llegado el PP. Emplean al expresidente como espantajo de la candidatura de Casado.
Íñigo Errejón acuñó en su momento una expresión muy plástica sobre cómo Podemos y el PSOE debían comportarse: competir electoralmente y, luego, acordar y colaborar. Lo denominó “competencia virtuosa”. La situación inmediata del PP es, en el bloque del centroderecha, similar al de la izquierda. En ambos están instaladas dos fuerzas que se necesitan. Casado estaría en condiciones de competir primero y pactar después con un político de su generación como Albert Rivera. El palentino no acumula agravios (sí Sáenz de Santamaría y también María Dolores de Cospedal) con el catalán, lo que abonaría la tesis del virtuosismo de primero competir y luego colaborar. Rivera, sospecho, preferiría pactar con el peor de sus enemigos, independentistas al margen, que hacerlo con las ‘viudas’ de Rajoy.
Hemos entrado en un ‘cuatripartidismo’ que no consiste en una coyuntura pasajera sino en un hecho estructural en el modelo de partidos en España. El pacto entre los más afines se impone. Pablo Casado, en su juventud, puede parecer una rareza en una organización tan convencional como es la del PP, pero las corrientes de opinión de vanguardia apuestan por la inexperiencia aparente antes que por la competencia revenida y llena de mañas. Aquí y fuera de aquí. Por eso, en el limitado abanico de posibilidades que el PP ha ofrecido a su adormilada militancia y a la perpleja opinión pública que lo contempla, Casado es la única opción con cierta capacidad disruptiva.