JAVIER CARABALLO-EL CONFIDENCIAL

  • La derecha es navajera, o por lo menos así se demuestra, acaso porque ha sido el grupo ideológico al que más le ha costado encontrar su sitio en la democracia española tras la muerte del dictador
El requisito fundamental para un líder de la derecha en España es que no se vuelva loco frente a los suyos. Si lo consigue, ya tendrá medio camino recorrido, pero le será difícil, porque los tirones serán constantes. Como un guiñol en la pasarela al que le tiran de las mangas, unas veces de la derecha y otras de la izquierda. Si logra que no lo tumben en el foso, habrá conseguido lo más importante para perpetuarse cuando le sonrían los vientos electorales. La derecha es navajera, o por lo menos así se demuestra, acaso porque ha sido el grupo ideológico que más le ha costado encontrar su sitio en la democracia española tras la muerte del dictador, siempre arrastrando el lastre de descalificaciones que le echaban los contrarios, la nostalgia franquista subcutánea de algunos de los suyos y los complejos que se apoderaban de los más centrados de todos ellos, los que intentaban situarse en la normalidad de lo que son.

La cuestión es que cada crisis importante del Partido Popular está vinculada íntimamente a una insatisfacción ideológica. Es eso que Alfonso Guerra, con su inteligente acidez, dijo una vez: «¿Pero de dónde vendrán estos que siempre están viajando al centro y nunca llegan?». Es verdad que el PSOE ha sido siempre el primer interesado en identificar al Partido Popular con la derecha franquista, pero descontada esa malicia electoral, nadie podrá discutir que señalaba con el dedo la llaga de la recurrente indefinición ideológica de la derecha democrática en España.

Que se lo pregunten ahora a Pablo Casado, quizás el presidente del PP que ha tenido que soportar una mayor tensión interna y externa por la irrupción de una fuerza de extrema derecha como Vox, que nació potente en las urnas al grito de “la derechita cobarde”. Desde la fundación del Partido Popular, que nació en la década de mayor normalidad y prosperidad de la política española, los años noventa, ni José María Aznar ni Mariano Rajoy han tenido que soportar una amenaza igual, aunque ninguno de ellos se ha librado de las tensiones ideológicas, especialmente el último.

Pero una cosa era neutralizar a la entonces presidenta de Madrid, Esperanza Aguirre, como sucedió en un congreso nacional como el de Valencia de 2008 (el momento de mayor debilidad de Rajoy, a dos años de llegar a la Moncloa), y otra muy distinta es administrar las puñaladas de su frustrada portavoz Cayetana Álvarez de Toledo a favor de los rivales del Partido Popular, a favor de los intereses de Santiago Abascal. De hecho, utiliza el mismo lenguaje que el líder de Vox cuando repite que en el PP actual faltan “coraje y convicciones” y que ha claudicado de sus principios. Y todo eso, con la obsesión exclusiva del “nacionalismo”, un término en el que engloban, sin posibilidad alguna de matices, el andalucismo, el independentismo catalán, el galleguismo o el soberanismo vasco. Esa brocha gorda con la que, además, dibujan una raya en el suelo y reparten etiquetas de constitucionalismo, según sus preferencias de amigos y acólitos.

Pablo Casado, por esas pulsiones ideológicas propias de la derecha española, llegó hasta la presidencia del Partido Popular hace dos años y medio porque los tirones tumbaron en el foso a su adversaria, Soraya Sáenz de Santamaría, después de haber ganado unas primarias. El aznarismo lo arropó para cobrarse las facturas pendientes de Mariano Rajoy, y la descalificaron por centrista insulsa. Desde entonces, como presidente del PP, Casado ha perdido dos elecciones generales frente a Pedro Sánchez, pero el Partido Popular se ha consolidado en el Congreso de los Diputados como el principal partido de la oposición, ha recuperado el simbólico ayuntamiento de la capital, Madrid, y ha ganado en comunidades en las que nunca había gobernado, como Andalucía, además de revalidar la mayoría absoluta de Galicia.

Lo ocurrido en Cataluña, la debacle del Partido Popular, que lo reduce a una fuerza política irrelevante, que ni siquiera puede formar su propio grupo parlamentario, no se puede achacar, en modo alguno, a la gestión de Pablo Casado como líder del Partido Popular. Esa afirmación solo puede realizarse con desconocimiento absoluto de tres factores fundamentales: la adscripción histórica de la derecha catalana en torno a un partido nacionalista, al igual que ocurre en el País Vasco; la política errática y decadente del PP catalán a lo largo de las últimas décadas, con cambios constante de líderes y estrategias, y, por último, a la explosiva situación social que se vive en Cataluña tras la revuelta independentista.

Como ya se dijo aquí antes de que se abrieran las urnas, el éxito de Vox en Cataluña se debe únicamente a una formulación elemental: “Santiago Abascal ha logrado transmitir a los catalanes que detestan a los independentistas que su opción es la que más les irrita. ¿Quiere usted joder de verdad a los ‘indepes’, pues vote a Vox”. Eso es lo que ha sucedido, que Vox se ha convertido en el voto útil para cabrear al independentismo. Nada que ver con Bárcenas, desde luego, ni con la claudicación del PP frente al independentismo, ni con la renuncia del constitucionalismo ni, por supuesto, con la valía de Pablo Casado como líder. Todo es más elemental, más visceral y más antiguo.

Los problemas de liderazgo son comunes a todos los partidos políticos y, como está establecido por la experiencia adquirida, en una democracia nadie se consolida hasta que no gana unas elecciones. Ya se verá si Pablo Casado es capaz de resistir como jefe de la oposición la permanencia en el poder de Pedro Sánchez, como sí supieron hacer sus predecesores, José María Aznar y Mariano Rajoy, frente a Felipe González y José Luis Rodríguez Zapatero durante, al menos, dos legislaturas. Cuando, tras la moción de censura de Vox, el presidente del PP se plantó en el Congreso para distanciarse de la extrema derecha, el aplauso fue unánime, en reconocimiento de un discurso bien construido, por la solidez demostrada como líder, por haber rescatado el orgullo de pertenecer a un partido centrado de gobierno, capaz de combinar la oposición contundente con los intereses de Estado.

Esa determinación de Pablo Casado fue vista entonces como una reválida necesaria. Ahora, pasadas las elecciones catalanas, tiene la oportunidad de volver sobre esos pasos, con acuerdos pendientes con el Gobierno de Pedro Sánchez, que no pueden demorarse, como los de la Justicia. Pero ya está dicho que el requisito fundamental para un líder de la derecha en España es que no se vuelva loco frente a los suyos. Y cuando ha salido diciendo que su principal conclusión, tras las elecciones de Cataluña, es que va a cambiar de calle la sede del PP… No, no parece que sea un buen presagio. Este hombre está tocado.