A estas alturas, me parece absurdo defender una lengua como expresión o fundamento de una nación. Lo grave de la ofensiva nacionalista contra la enseñanza del castellano no está en el peligro de fragmentación, sino en la mutilación mental a los escolares, privados de una cultura definida por las destrezas letradas, y no por la alfarería ni por las danzas regionales.
Cuando voy a Barcelona o a Valencia, me cuesta encontrar libros en catalán. No quiero decir que no los haya, pero, en las librerías, la sección en lengua catalana suele ser marginal respecto a la de los libros en castellano, y esto sucede incluso en las marcadamente catalanistas. En Bilbao o Santiago, la proporción de títulos en eusquera y gallego es aún menor. Tal circunstancia me disgusta, porque la literatura en estas lenguas me interesa, y deploro no dar con secciones bien abastecidas en ciudades donde uno esperaría oferta abundante de la misma.
No hay misterio alguno. Los dueños de estas librerías, que suelen ser nacionalistas, están sinceramente interesados en la difusión del libro en vernáculo, pero saben que sólo el libro en castellano les permitirá sobrevivir. Es lógico: la producción editorial en castellano, dirigida a un mercado internacional muy amplio, es incomparablemente más vasta y variada que la destinada a un público de lengua minoritaria. En Cataluña, Galicia y el País Vasco, quienes buscan acceder a la cultura letrada lo hacen fundamentalmente en castellano, y esto incluye a los propios escritores en catalán, gallego y eusquera, que cultivan su parcela en lo que se ha dado en llamar lengua propia, pero que consumen literatura en castellano por encima de la media de los lectores no profesionales.
En toda España, insertarse en la cultura letrada -un amigo mío, poeta en catalán, excelente como poeta y como amigo, diría «inserirse», sólo para subrayar la diferencia- requiere una formación de calidad en lengua castellana. Suprimirla y sustituirla por una inmersión escolar en cualquier lengua de minorías equivale a vedar el acceso (o dificultarlo en gran medida) a una cultura que rebase la sombra del campanario. Cuando, siendo estudiante de bachiller, quise aprender eusquera y acercarme a la literatura en esa lengua, tuve que realizar un sobreesfuerzo que me llevó muchas horas de estudio en solitario, sin guía alguno. Fui un aprendiz afortunado, porque disponía de una biblioteca familiar espléndida. Con todo, no pude evitar las carencias del autodidacta, que no estorbaron a los que, en la generación posterior a la mía, adquirieron el eusquera a través de la enseñanza formalizada. Los estudiantes actuales de Cataluña y del País Vasco se enfrentarán, si intentan remediar las deficiencias de su conocimiento del castellano, a problemas semejantes a los que yo tuve para aprender el vasco. Es cierto que no tendrán dificultad en adquirir un registro oral más o menos comprensible, a partir de la lengua de la calle, de la televisión, etcétera, pero no me refiero al uso puramente instrumental del castellano, con el que los nacionalistas parecen conformarse, sino al dominio de dicha lengua como base y requisito de una cultura sólida. Para ello no basta la lengua oral: es preciso transitar mucho tiempo por los textos. Aprender a leer, que no es lo mismo que aprender a deletrear.
A estas alturas, me parece absurdo defender una lengua como símbolo, expresión o fundamento de una nación (que, por cierto, es lo que hacen los nacionalistas). Que una lengua común no asegura una existencia nacional si falta un proyecto de vida en común, es algo perfectamente demostrado en el caso de la ex Yugoslavia, por no mirar más cerca. Lo grave de la ofensiva nacionalista contra la enseñanza del castellano no está en el peligro de fragmentación política, sino en la mutilación mental infligida a los escolares inmersos en las lenguas llamadas propias, a los que se priva del derecho de acceder a una cultura definida por las destrezas letradas, y no por la alfarería ni por las danzas regionales.
El planificador nacionalista, que además de imbécil acostumbra ser lingüista, arguye de ordinario que una buena enseñanza del inglés haría innecesario el recurso al castellano. Con independencia de que la transformación de las ikastolas en colegios británicos resultaría altamente positiva desde un punto de vista civilizado, subsistiría la necesidad del mantenimiento y desarrollo de lo adquirido, que exigiría viajes semanales a Londres (aunque, para los de Bilbao, eso nunca ha supuesto un problema).
Jon Juaristi, ABC, 29/6/2008