«El único producto natural de esta meseta ha sido siempre el bosque; y sin salir de entre los árboles se corría la caza montés desde Castrojeriz a Portugal en tiempos de Felipe IV. Hoy todavía queda poblada alguna pequeña zona. Lo demás ha desaparecido», escribe Julio Senador Gómez en ‘Castilla en escombros’, una de sus obras más celebradas, aparecida en un ya lejano 1915. «Todo el mundo sabe que hay dos calamidades de las que nunca se ve libre nuestra patria: la inundación y la sequía. Ambas provienen de la falta de arbolado; y esta es otra de las causas principales de la continua despoblación interior. La civilización es planta acuática y donde no se la riega sucumbe. Esto, desde Joaquín Costa, es del dominio público». Senador, «un amargo arbitrista» como lo definió en los años setenta José Jiménez-Lozano, y un discípulo destacado del movimiento regeneracionista, como su propio creador, el citado Costa, como los Picavea, Mallada, Isern y tantos otros, estaba convencido de que esa aversión al árbol era consustancial a la amargura y la pesadumbre que dominaba el alma del labrantín mesetario. «Durante cientos de años muchos hombres de buena voluntad han trabajado sin cesar para persuadir de estas verdades al labriego castellano. Todo ha sido inútil: él continúa considerando al árbol como enemigo capital y lo extermina donde lo halla».
Hoy sigue sin haber árboles en la Castilla que habito. Las choperas anidan apenas en las cuencas del Carrión, del Valdavia o del más humilde Ucieza. La doble hilera de chopos que en mi niñez escoltaba la carretera que une Lerma con Carrión de los Condes desapareció hace mucho tiempo, abatidos sus imponentes ejemplares «por mano aireada», que diría Senador, tras haberse convertido en un riesgo para el entonces incipiente tráfico rodado. De modo que hoy el gallego sopla sin freno en las heladas mañanas de febrero, como sopla el cierzo en los atardeceros rojos de agosto, barriendo inmisericorde la estepa, el desolado paisaje de Tierra de Campos, sin más obstáculo a la vista que las aspas de los molinos de viento que entre Frómista y Carrión asoman por los altos del Cerrato y los páramos de Villamuera y Cervatos. Vallisoletano de nacimiento y licenciado en Derecho, Senador pasó muchos años de su vida al frente de la notaría de Frómista, observatorio desde el que pudo captar la miseria en la que vivía la inmensa mayoría de los trabajadores del campo, ese campesino que labraba la tierra con el arado romano, sembraba el surco a mano y asistía en verano a la llegada regular de aquellas partidas de gallegos («Castellanos de Castilla, tratad bien a los gallegos; cuando van, van como rosas; cuando vuelven, como negros», Rosalía de Castro) que durante julio y agosto segaban a hoz los trigos de los propietarios «ricos».
No hay curas, no hay niños, no hay bares, no hay tiendas. Pueblos desiertos a partir de septiembre, como sin vida, hasta que los sembrados empiezan a brillar a partir de marzo
Había en Senador ansia de justicia y voluntad de cambio, la aspiración consciente de una vida mejor para el labriego, el lamento del «así no se puede seguir» de Ramiro de Maeztu y el «sueño de la España futura» de Laín Entralgo. También el convencimiento de que el impulso regeneracionista debía empezar por Castilla en tanto en cuanto «es el regulador de la vida nacional, y no hay manera de que España renazca fuerte y grande mientras Castilla siga viviendo en la abyección».
– «Giner, hace falta un hombre», le dijo un día Costa a Giner de los Ríos.
– «Joaquín, lo que hace falta es un pueblo», respondió el interpelado.
Ni Costa ni Senador fueron capaces de entrever cómo se podía «levantar» ese pueblo que reclamaba su afán salvífico. Sigue sin haber un árbol en los 18 kilómetros que separan Frómista de Carrión, pleno Camino de Santiago. Y hoy, cuando las buenas gentes de Población, de Revenga, de Villarmentero, de Villasirga y su catedral de piedra («la Amiens castellana»), se acerquen a depositar su voto, lo harán lamentándose de la sequía que castiga a una tierra sedienta de lluvia. Entre los sesenta y ochenta del siglo pasado, la región perdió más del 40% de su población, orientada a la emigración con Madrid y País Vasco como polos de atracción. En los 25 años que van de 1996 a 2021, la población de los pequeños municipios rurales volvió a perder el 19,7% de sus moradores, según un reciente estudio publicado por ESADE. Perdieron las zonas rurales, pero también algunas capitales de provincia. Crece Burgos, polo de la casi única industria de la región, y crece la burocracia de Valladolid como capital de la Comunidad (unos 70.000 funcionarios). El resto, a morir. En el pueblo más pequeño hay un bonito parque con columpios, pero no hay niños. No hay chavales, ergo no hay escuelas. No hay vida. En los más grandes hay incluso pabellones deportivos cerrados por falta de usuarios. Obras prolíficas de las omnipotentes Diputaciones provinciales.
En aquella Castilla miserable de la que se lamentaba Julio Senador hoy se vive muy bien, con uno de los mejores sistemas educativos y sanitarios de toda la nación. La renta per cápita sobrepasa los 23.000 euros, la media nacional. La minería de la zona norte de Palencia y León ha desaparecido, y la propiedad de la tierra (y su precio, del todo inelástico) no deja de concentrarse cada vez más en menos manos, única forma de hacer frente al constante aumento del precio de los insumos agrícolas. Un solo agricultor puede hoy labrar tranquilamente 500 hectáreas, pero su renta neta queda reducida a la PAC, subvención sin la cual la tierra castellana se convertiría rápidamente en un erial. No hay obreros en el campo. Tampoco artesanos. Encontrar un albañil en las zonas rurales, o un carpintero, o un simple electricista es misión casi imposible. ¿Un experto informático? Peras al olmo. La hostelería del Camino de Santiago se las ve y se las desea para encontrar gente dispuesta a hacer camas. Prefieren vivir de las rentas o de los subsidios del Estado del bienestar. Es uno de los obstáculos que frenan el desarrollo y cualquier eventual proyecto que pretenda insuflar vida a la zona.
La capilaridad del PP en el medio rural es absoluta. Raro es el Ayuntamiento que no controla y es imposible imaginar uno sin concejales del partido. Pero sus votantes están cansados. Desilusionados por años de ineficacia y promesas incumplidas
El castellano no es emprendedor, no lo ha sido nunca, quizá herencia de aquella hidalguía que consideraba oficio bastardo el trabajo manual y también el otro. La nueva autopista que tangentea Carrión (2.018 censados) permite hoy a cualquiera de sus vecinos comer en Burgos o León y volver a casa a dormir la siesta. Pero la esperanza de que esa nueva vía significara la llegada de nuevos negocios a una zona deprimida ha resultado vacía. «A Carrión y su pequeño comercio vienen a trabajar cerca de 200 personas todos los días, pero nadie se queda a vivir aquí», asegura Javier Villafruela, diputado provincial y exalcalde de Carrión, «la autovía comunica y crea vida, pero no fuerza asentamiento de población». No hay obreros y tampoco hay curas. Juan Carlos, el titular de Frómista, atiende a diez parroquias diseminadas en torno a ese canon del románico español, «y desde primero de febrero, además de llevar los diez pueblos, soy uno de los capellanes del hospital Rio Carrión y del San Telmo en Palencia. Son diez días al mes, en guardias de 24 horas». Ni bautizos, ni bodas; solo entierros. No hay curas, no hay niños, no hay bares, no hay tiendas. Pueblos desiertos a partir de septiembre, como sin vida, hasta que los sembrados empiezan a brillar a partir de marzo bajo la imponente luz de la primavera.
La capilaridad del PP en el medio rural es absoluta. Raro es el Ayuntamiento que no controla y es imposible imaginar uno sin concejales del partido. Pero sus votantes están cansados. Desilusionados por años de ineficacia y promesas incumplidas. Desmovilizados. El PP lleva 35 años parapetado en Valladolid, con tipos como Juan Vicente Herrera, que se negaba a viajar a Madrid, o Jesús Posadas, obsesionado con «ser ministro, aunque sea de Marina». El presidente en funciones, Fernández Mañueco, un tipo anodino y distante, representa a la perfección ese PP guarecido en la fortaleza vallisoletana, cerrado en sí mismo, desconfiado y dispuesto a ver enemigos por las esquinas. «No le hemos visto asomarse por los pueblos pero, eso sí, si te descuidas te coloca en un santiamén una granja de porcino, y yo me pregunto ¿por qué no la pone en el Paseo de Zorrilla?». Para terminar de cabrear a sus votantes, Mañueco se aplicó en la pandemia a la tarea de lanzar dardos contra la mujer hoy convertida en reina de corazones del centro derecha, Isabel Díaz Ayuso. ¿Resultado? No hay conversación en la que alguien no cite a VOX, un partido que crece con la fuerza de aquellas riadas de las que hablaba Senador.
La indiferencia, la desafección, el cansancio del votante de la derecha tras 35 años de Gobierno PP ha hecho brotar la mala hierba de esos partidos -o partidas- provinciales que hoy representa mejor que nadie Soria Existe. El viejo caciquismo travestido de salvador de almas perdidas por los campos exhaustos, que decía el viejo notario, desde la poltrona del ex funcionario de la Junta y el apoyo de los estrategas que en Moncloa sueñan con repetir la feliz experiencia del jeta Guitarte y su Teruel Existe, todos a favor del edén socialista. Nuevos chiringuitos en los que colocar a familia y amigos con cargo al erario. Adosados al Presupuesto, que diría Romanones, con la excusa de adecentar una carretera o tal vez construir una nueva autovía. Nada que no puedan resolver las Diputaciones, que siguen jugando un papel muy importante prestando servicios a unos Ayuntamientos carentes de recursos, en tarea que debería ser propia de las delegaciones territoriales autonómicas. Hasta cuatro administraciones haciendo lo mismo. Y casi el 50% del presupuesto en sueldos. Hora de que nuestros prebostes autonómicos prestaran oídos a la máxima de Sagasta: «Caballeros, ya que gobernamos mal procuremos gobernar barato».
Son estas unas elecciones que alguien imaginó como lanzadera de Pablo Casado hacia la Moncloa y podrían terminar convertidas en su tumba
Distinto es el panorama de León y la negativa de una parte menor de sus gentes a compartir Autonomía con Castilla. Los viejos taifas volviendo con fuerza. Porque El Bierzo aspira a plato propio y Zamora y Salamanca no parecen sentir gran interés por participar en el aquelarre leonés. Son estas unas elecciones que alguien imaginó como lanzadera de Pablo Casado hacia la Moncloa y podrían terminar convertidas en su tumba. Es la inanidad de un partido que ha sido capaz de sacar en procesión el cuerpo incorrupto de un gañán como Mariano Rajoy, responsable en gran medida de las desdichas que ahora nos afligen. Querido Pablo, ¿no os da siquiera un poco de vergüenza exhibir en público a semejante semoviente? El estrambote podría ser que terminara gobernando Castilla y León un tal Tudanca, un tipo aun con menos luces que Mañueco. Poco o nada que esperar de una clase política adocenada, casi muerta.
Por fortuna, la Castilla de hoy no se parece en nada a aquella objeto del relato desgarrado de Julio Senador. Los 800 kilos de trigo por Ha que se recogían en una buena cosecha antes de la llegada del tractor y los abonos orgánicos, han pasado a ser 5.000 o incluso 6.000 kilos en pleno secano. Aquellos labriegos cuyas comidas, según el celebrado notario, eran «de una simplicidad verdaderamente estremecedora («Almuerzo, cuando le dan. Comida: cebolla y pan; y a la noche si no hay olla vuelta al pan y a la cebolla») puede hoy solazarse en la abundancia de «Los Palmeros» de Frómista, «El mesón de Pablo» en Villasirga, «La casona de doña Petra» en Villarmentero, o «La estrella del Bajo Carrión» en Villoldo. Quienes al romper el siglo XX «pedían pan, que no derechos», reclaman hoy fibra óptica. Una región sin árboles, sin lluvia, sin políticos dignos de respeto, acostumbrada a mirarse el ombligo y a vivir refugiada en el confort de la melancolía.