JORGE BUSTOS-EL MUNDO
CUANDO supe de la unánime apuesta del Supremo por el poder de las ficciones, recordé la descripción que hace Hannah Arendt del súbdito ideal de un régimen totalitario: «No es el nazi convencido o el comunista convencido, sino personas para quienes la distinción entre hecho y ficción, entre lo verdadero y lo falso, ya no existe». Sujetos banales, ebrios de emociones y capados de razón cuya propia inconsciencia es el aceite que engrasa la maquinaria del mal. Son operarios robotizados en la cadena de montaje de su república en conserva, y no pueden levantar la cabeza de la mercancía que manipulan y con la que comercian desde hace años. Pero cuando la maquinaria de las mentiras se detiene, pongamos que al topar con la ley, los súbditos más ingenuos –que son siempre los más violentos– acusan el golpe contra el principio de realidad. Toda herida sirve para cobrar conciencia, en este caso la de haber sido engañados. Y entonces se ponen a buscar culpables, incapaces por su propia banalidad de reconocerse a sí mismos como los estúpidos necesarios para el éxito de cualquier timo. Y ahí los tenemos, tomando conciencia en las calles a su manera, que es la manera primitiva de la especie recién separada del mono: descubriendo el fuego.
Por eso es infame comparar los disturbios de Cataluña con los de Hong Kong. En esta esquina democrática del Mediterráneo unos sujetos totalitarios que ignoran que lo son luchan por destruir un sistema pluralista para instaurar un monocultivo identitario. En aquella esquina autoritaria del Pacífico unos sujetos celosos de sus libertades luchan por conservarlas contra el avance de un régimen de partido único. Pero siendo esto así, la sucursal catalana del PSOE aún funambulea entre pluralismo y nacionalismo, entre libertad e identidad, entre España y China. Es el mismo partido que llamaría montapollos a los demócratas hongkoneses como hace con Ciudadanos, que tuvo que fundarse para amparar el derecho a la existencia en Cataluña de catalanes españoles traicionados por el PSC.
A la luz de Arendt, la sentencia de Marchena recibe un brillo insospechado: diagnostica a todos los que tragaron el señuelo como tontos útiles de una tiranía. Un totalitarismo amarillento para débiles mentales que confundieron la propaganda con la realidad. El problema es que esa alucinación domina la política nietzscheana de un tiempo en que no hay hechos sino interpretaciones. Y nos obliga a concluir que estamos rodeados de soñadores culpables que se mueren por someterse a un nuevo amo porque no saben gobernarse a sí mismos.