JOSÉ MARÍA HERRERA, EL IMPARCIAL 29/09/13
· España, sueño común de vascos, astures, castellanos, gallegos, leoneses, aragoneses, catalanes, etc., nació siendo un Imperio. Inesperadamente, sin que nadie lo hubiera planeado, sólo porque la providencia lo quiso. Ser un Imperio es algo muy serio, sobre todo cuando no se puede sostener. Es lo que nos pasó a los españoles y por eso nuestra historia da la impresión de un declive paulatino desde una plenitud previa. La sensación de decadencia conformó el alma nacional y se agudizó hasta extremos insufribles cuando en 1898 se perdieron las últimas colonias ultramarinas. Los historiadores actuales juzgan exagerado este punto de vista, pero la pérdida de vitalidad, la ineptitud para romper la inercia, el ir siempre a menos no fue invento de pesimistas, sino el estilo de la nación. Basta con hojear al diario de cualquier extranjero que recorriera el país hace cien años para confirmar que, en efecto, aquí todo era ruina y miseria, vestigios de un tiempo dorado que hacía mucho que pasó.
El desastre del 98 sacó a la luz un problema oculto: el de la identidad nacional. Desde cierta perspectiva, la caída del imperio representaba el fracaso del proyecto español. Cataluña, donde se guardaba profundo rencor a la corte desde la época de los Austrias, fue donde más caló esta creencia. El rencor no era injustificado. Como Castilla y Valencia en tiempos de Carlos I, Aragón en época de Felipe II o Andalucía durante el reinado de Felipe III, Cataluña se rebeló contra los abusos de un linaje que antepuso el bien de la dinastía al de la nación. Por poco no se sale con la suya, como hizo Portugal. La consecuencia de su fracaso fue, sin embargo, perder sus instituciones y vivir con la impresión de formar parte de España a la fuerza, impresión que podrían haber cultivado también el resto de sus pueblos, incluida Castilla, pues de una manera u otro todos pasaron por lo mismo.“Españoles -anotó Cánovas en el borrador de no recuerdo qué constitución-, son aquellos… que no tienen otro remedio que serlo”.
Más conscientes que el resto debido a la posesión de una lengua propia y a los reveses sufridos a consecuencia del centralismo borbónico —los españolistas cerriles, esos que critican a los catalanes por falsear la historia, deberían repasar, por ejemplo, el régimen de terror que impuso el Conde de España en tiempos de Fernando VII-, tendieron a subrayar sus diferencias con el resto del país. Con ese propósito volvieron su mirada a Europa, no a París, con la que tenían viejos pleitos, sino a Viena, capital de un mundo trompetero y kitsch que dejó huella en el espíritu catalán. Mientras el resto del país permanecía sumido en el sopor, ellos renunciaron a la enyorança (la nostalgia de la propia tierra y de un pasado rural inexistente) y se volvieron emprendedores y cultos. La industria modernizó a la sociedad catalana, aunque no tanto como se dice (recordemos que los representantes señeros del modernismo fueron feroces católicos), y Cataluña se convirtió en la más europea de las tierras de España, o si se prefiere, en la menos española de todas.
Un filósofo llamó a España “la loca de las naciones”. Le parecía que nuestra patria ha hecho grandes cosas, pero ciegamente. Somos un pueblo visceral, falto de lucidez, alienado, el pueblo de don Quijote. Es una descripción difícil de discutir porque cuando repasamos nuestra historia da la impresión de que fuimos siempre a remolque de los acontecimientos, conducidos por gobernantes que jamás entendieron por donde soplaba el viento de la historia. Quizá sea esa ceguera endémica la que nos habituado a atribuir nuestros fracasos a otro: los elementos de Felipe II o la Merckel de ahora. Cualquier esfuerzo de autognosis acaba tarde o temprano en la exculpación, esa cosa archicatólica de achacar el mal al diablo y no al pecador. ¿Superó Cataluña este defecto?, ¿son los catalanes la esperanza de regeneración que necesita el país?, ¿hay que catalanizar España, como ha sugerido Esperanza Aguirre?
Lo dudo. Por más esfuerzos que hago no veo en la Cataluña actual nada que no halle en el resto de España: mediocridad, falta de lucidez, incultura, corrupción, quijotismo, rencor y autocomplacencia. Creo no equivocarme diciendo que pocas cosas hay más españolas que la ideología sentimental del catalanismo, de la que dijo Hugues en su libro sobre Barcelona, que siempre funcionó como una especie de baluarte contra las crisis. ¿No les llama la atención que tras cinco años de recortes no haya en toda España nadie que responda por la situación y que todo el mundo apunte con el dedo fuera, unos a Madrid, otros a la canciller alemana?
Cataluña es la más rica de las regiones de España. Su riqueza se remonta al siglo XIX. Parte de esa riqueza procede del capital que invirtieron los indianos catalanes, muchos de los cuales se hicieron ricos traficando con esclavos. Los nombres más conocidos de Barcelona son descendientes de ellos. Alejo Vidal Quadras, por ejemplo, ha tenido varías veces que salir al paso de quienes recuerdan las tropelías de su tatarabuelo. Quizá no le guste a todo el mundo, pero lo cierto es que la riqueza catalana debió mucho a gente que hoy llamamos “genocidas”. Esto no impide que los historiadores catalanistas se quejen de haber sido excluidos durante dos siglos del “expolio” de América. Lo mismo pasa con el discurso fiscal.
Nadie recuerda los terribles efectos económicos sobre otras regiones del proteccionismo que practicó durante un siglo el Estado para favorecer su industria o de la descapitalización de media España alentada por Franco a fin de facilitar el resurgimiento de su tejido productivo. Un psiquiatra hablaría de narcisismo; un cura, de soberbia; alguien de la calle, de cara dura. La pregunta es: ¿se trata de algo catalán, de algo español, o de ambas cosas a la vez? Yo no lo sé, o mejor dicho, sé que a estas alturas de la historia no tiene sentido la pregunta. Los pueblos ya no existen. Existen las circunscripciones electorales y la nostalgia de los pueblos. No digo, compréndanme bien, que Cataluña o Castilla hayan desaparecido, digo que la noción de pueblo, esa cosa wagneriana a la que apelan los nacionalistas, no se corresponde con nada real. Samuel Etó, el futbolista, lo vio claro en una entrevista hace unos años cuando exclamó para mí desconcierto: “todos tenemos derecho a ser españoles”.
JOSÉ MARÍA HERRERA, EL IMPARCIAL 29/09/13