ABC 27/03/14
ISABEL SAN SEBASTIÁN
· El nacionalismo ha reaccionado a la decisión del TC gritando «¡al lobo!» y huyendo hacia adelante
EL nacionalismo tiene por norma abrazarse a una bandera y emplearla como escudo protector frente a la fuerza de la razón convertida en argumento. Es comprensible. A falta de ideario político, nada como la apelación a la tribu con los tambores de la sangre, la lengua y la tierra. En lugar de convicción, propaganda. A guisa de programa, el victimismo. En ausencia de ciudadanía, geografía. Esas son las herramientas de la «construcción nacional» cuando esta se acomete de manera pacífica o después de que las armas hayan desbrozado el terreno.
Fiel a su costumbre de apropiarse de lo ajeno y erigirse en voz de un territorio, CiU, la coalición que está llevando a la quiebra a una región antaño próspera, imputa a los miembros del Tribunal Constitucional la voluntad de avivar la «catalanofobia». Esa es su respuesta oficial a la sentencia que declara nula de pleno derecho la declaración soberanista del Parlamento catalán. Una vez más, el tribalismo se impone al raciocinio y la pataleta ocupa el lugar del razonamiento. Y todavía tiene la desvergüenza Joan Tardá, el separatista republicano que reniega de España aunque no del sueldo que le pagamos los españoles en su calidad de diputado en el Congreso, de acusar a los magistrados de «actuar con las tripas». ¿Cabe más visceralidad que la suya, fundamentada en la tergiversación histórica y el desprecio por la Carta Magna, aprobada libremente por el pueblo soberano, que recoge los principios sobre los que se sustenta nuestra democracia?
Ahora descubren los nacionalistas que el TC es un órgano político. ¡Albricias! No se percataron de esta condición cuando revocó por una exigua mayoría la sentencia del Supremo con el fin de legalizar Bildu, como parte de una negociación entablada entre el Gobierno de Zapatero y ETA, pero la esgrimen hoy, ofendidos, con la intención de descalificar su resolución. Pues resulta que siendo, como efectivamente es, un órgano político, ha decidido, por unanimidad, recoger en una sentencia lo que para cualquier demócrata resulta obvio: que la soberanía nacional no puede ser parcelada y que una parte de los titulares de esa soberanía no tiene derecho alguno a decidir sobre una materia que nos afecta a todos, aunque sí es constitucional que aspire a conseguirlo. Un matiz determinante que no hace sino subrayar el celo garantista que pusieron en su día los legisladores al redactar la Constitución.
En lugar de echarse al monte de la sedición proclamando, como ha hecho el portavoz del Ejecutivo autonómico, que seguirán adelante con su «consulta» haciendo mangas y capirotes de la ley, el nacionalismo catalán debería utilizar los recursos a su alcance para tratar de convencer al conjunto de los españoles de la necesidad de reformar la Carta Magna a fin de contemplar en ella el derecho de autodeterminación, que es de lo que trata esta pugna. Claro que para alcanzar ese propósito habrían de esgrimir argumentos de peso en lugar de consignas huecas. Resulta mucho más sencillo invocar la «catalanofobia» ajena en un intento desesperado de taparse las vergüenzas recurriendo a la estelada.
El nacionalismo ha reaccionado a la decisión del TC del único modo que conoce: gritando «¡al lobo!» y huyendo hacia adelante. Corresponde ahora al Gobierno de Mariano Rajoy tomar todas las medidas necesarias para garantizar que se cumpla la resolución judicial con todas sus consecuencias; que deje de gastarse dinero público en la preparación de un referéndum ilegal y en la propaganda destinada a jalearlo; que respondan ante la justicia quienes desacaten esta sentencia, empezando por el máximo representante del Estado en Cataluña, Artur Mas, convertido en un pobre pelele en manos de sus socios de Esquerra.