Gabriel Tortella, LIBERTAD DIGITAL 22/11/12
Catalonia Infelix es el título que el hispanista inglés E. Allison Peers dio a su historia de Cataluña, escrita durante la Guerra Civil, con un propósito parecido al que movió a Gerald Brennan a escribir por aquellas mismas fechas El laberinto español, a saber, dar a conocer a los lectores de habla inglesa qué ocurría en España para que los habitantes de este simpático país se estuvieran masacrando unos a otros. Es un título que traigo aquí a colación no porque estemos en guerra civil, ni lo vayamos a estar, sino porque la Dolça Catalunya, patria del meu cor, que cantaba el poeta, será muy dulce o, más bien, tendrá todas las condiciones para serlo, pero se amarga la vida y nos la amarga a los demás a fondo y a conciencia. Ya durante la República sus dirigentes la proclamaron independiente dos veces, y ahora quieren hacerlo otra vez, quizá esperando que a la tercera vaya la vencida. Ya veremos si esos dirigentes, con su control sobre los medios de comunicación y sobre el sistema de enseñanza, tienen a pesar de todo el respaldo popular que dicen tener. Ellos hablan de Cataluña como si les perteneciera, como si la personificaran; pero ya veremos si la mayoría está de acuerdo en correr con ellos la aventura extra-europea a que sus líderes la abocan. Y fuera de Cataluña hay ya muchas voces impacientes que afirman desear que la separación tenga lugar de una vez, porque Cataluña, con sus déficits, sus deudas y sus exigencias, nos sale muy cara al resto de España, y que, a enemigo que huye, puente de plata. Váyase noramala, parecen decir los que así opinan.
Los extremismos de uno y otro lado son muy peligrosos, y las llamadas a la serenidad deben ser bienvenidas. Examinemos la cuestión con la mayor frialdad posible. ¿Por qué el separatismo catalán? Las razones son sentimentales: Cataluña se define por el idioma catalán, que se piensa amenazado por el castellano/español. Yo no creo que esta amenaza sea real: durante buena parte del período franquista el catalán fue duramente reprimido y no por eso se dejó de hablar; estas represiones, aparte de dejar mucha amargura, sirven para poco. El español lleva hoy casi tanto tiempo reprimido en Cataluña como lo fuera el catalán bajo Franco, y tampoco lleva visos de desaparecer allí, aunque sí es cierto que hoy los jóvenes educados en Cataluña escriben un pésimo español. Pero lo que no lograrán mil años de represión es hacer del catalán un idioma de ámbito universal, lo que sí es el español, y eso duele mucho a ciertos catalanes. Tal dolor es absurdo, porque el catalán dista de ser un caso único. La historia ha producido situaciones parecidas en casos numerosísimos: ahí están los de tantos idiomas europeos, desde el gaélico al alemán o el italiano, que han quedado relegados a un status secundario por azares de la historia. En casi todos estos países se han creado institutos de defensa de la lengua, pero se ha aceptado el inglés como lengua vehicular y a nadie se le ha ocurrido multar a las tiendas que rotulen en inglés. Sólo en Cataluña se les ocurre perseguir la lengua vehicular que tienen al alcance de la mano, que es la puerta de entrada en América Latina –el mayor campo de inversión exterior de la empresa española–, que es la lengua que todos conocen, el español, y reprimir a ésta en beneficio del inglés.
¿Existen razones objetivas de separación? Rotundamente, no. En primer lugar, Cataluña nunca ha sido independiente. En la Edad Media fue un principado, no un reino, integrado en la Corona de Aragón, y siempre fue una tierra bilingüe: tan propio es de Cataluña el español como el catalán, mal que les pese a los que ahora se obstinan en hablar de lengua propia en singular. Ciertamente, en el siglo XVII, por razones económicas, en plena crisis (un poco como ahora), quiso Cataluña separarse de España y unirse a Francia (digamos de paso que las negociaciones con Francia se llevaron en español, porque en la delegación francesa nadie sabía catalán, pero sí español). Aquello fue un fracaso y Cataluña acabó reintegrándose en España. Pero es interesante señalar que Portugal sí se separó de España en esas fechas, y lo hizo de manera definitiva. Desde entonces, ¿qué país de los dos se desarrolló más económicamente, la Cataluñasometida a España o el Portugal libre? Ya lo pueden imaginar los lectores: la Cataluña unida a España se enriqueció mucho más que el Portugal independiente. En 1995, por ejemplo, la renta por habitante catalana estaba un 40% por encima de la portuguesa (la española tan sólo un 10%).
Felipe V, tan odiado en Cataluña, acabó con los impuestos feudales que allí sobrevivían en el siglo XVIII y creó un sistema impositivo (el catastro) más justo y eficiente, que estimuló el crecimiento; y gracias a ser parte de España Cataluña participó con gran provecho en el comercio con América, lo que dio lugar al desarrollo de una serie de industrias de consumo en el antiguo principado: textil, alcoholera, corchotaponera, del cuero, incluso una incipiente industria metalúrgica; y, desde luego, un comercio floreciente: entonces comenzó el despegue catalán, distanciándose del resto de España. Basta leer a un autor tan poco sospechoso de anticatalanismo como Jaume Vicens Vives (Cataluña en el siglo XIX) para darse cuenta de que España en esa centuria estuvo gobernada, sobre todo en la esfera económica, desde Barcelona.
El centralismo agresivo de Franco consiguió exactamente lo contrario de lo que se proponía. Quedó tan desprestigiado que, desde la Transición,los nacionalismos periféricos, calcados del franquista, estuvieron aureolados de prestigio, mientras incluso la palabra español quedaba popularmente denigrada. En virtud de este bandazo, los nacionalismos recibieron lo que nunca se les debió dar: una ley electoral inicuamente sesgada en su favor, y el monopolio en sus ámbitos respectivos de los medios de información y de educación. Y, lo que fue peor, se beneficiaron de la pasividad de los gobiernos nacionales ante los desmanes que cometieron con los privilegios recibidos. La insurrección actual del gobierno catalán es consecuencia directa de estas dejaciones.
Hoy, Cataluña y España están pasando años difíciles por una crisis que ha afectado a gran parte del mundo, pero que estuvo muy mal gestionada en España por el anterior gobierno de Rodríguez Zapatero, elegido y reelegido gracias al fuerte apoyo que encontró en Cataluña. Por añadidura, Cataluña paga hoy los numerosos errores que en materia económica han cometido los gobiernos catalanes, tanto los de la coalición tripartita encabezada por los socialistas como el actual de Convergència i Unió. Quizá tampoco el gobierno del Partido Popular esté teniendo grandes aciertos en esta materia, pero si Cataluña, como cualquier otra autonomía, quiere quejarse justificadamente, primero debe poner orden en su casa, cosa que ciertamente no ha hecho. Si Cataluña quiere dejar de ser infelix debe asumir su propia historia sin demagogia y, sobre todo, sin otorgarse el papel de víctima. «La culpa, querido Bruto, no está en nuestras estrellas, sino en nosotros mismos», escribió Shakespeare. Pero es tan fácil echársela a otros…
GABRIEL TORTELLA, catedrático emérito de Historia de la Economía en la Universidad de Alcalá (UAH).
Gabriel Tortella, LIBERTAD DIGITAL 22/11/12