Juan Manuel de Prada, ABC, 15/9/12
El nacionalismo catalán es la consecuencia morbosa de esa pretensión quimérica de construir una «nación» con leyes y decretos
LO escribía José María Pemán, hace más de cuarenta años, en ABC: —El catalán no es un problema: es una evidencia. Lo que ocurre es que las evidencias cobran fisonomía contorsionada de problema cuando son manejadas por los políticos, ¡que ésos sí son un problema!
Un vaso de agua clara, llamaba entonces Pemán a la lengua catalana: una realidad biológica, como la montaña de Montserrat, no como las leyes o los decretos que manejan los políticos; y contra la que las leyes y los decretos nada tenían que hacer. Ocurre hoy, sin embargo, que todo lo que nos llega de Cataluña nos parece un vaso de agua turbia; y lo mismo les ocurre a los catalanes con todo lo que les llega de nosotros. Claro que lo que bebemos ya no es una realidad biológica, sino una ponzoña que los políticos llevan manejando demasiado tiempo. Decía Tirso de Molina que «la lealtad de Cataluña, si en conservar sus privilegios es tenacísima, en servir a sus reyes es sin ejemplo extremada». Pero a los catalanes les arrebataron injustamente sus privilegios; y desde entonces dejaron de servir a sus reyes con aquella lealtad extremada de antaño. La abolición de los fueros e instituciones catalanas, allá en el siglo XVIII, fue una negación de su realidad biológica; y, como las realidades biológicas no pueden negarse, desde entonces Cataluña reaccionó de forma morbosa. La abolición de los fueros catalanes, a la larga, sería aprovechada por el nacionalismo como coartada para fomentar la conciencia de agravio histórico, frente a otras tierras de España que los conservaron. Prat de la Riba, uno de los impulsores del nacionalismo catalán, constataba que «el ser de Cataluña seguía pegado como los pólipos al coral del ser castellano»; y, puesto que los catalanes seguían sintiéndose españoles, el nacionalismo decidió que había que conseguir como fuera que se sintieran catalanes y nada más que catalanes. Y «esta obra —reconoce Prat de la Riba, en frase estremecedora— no la hizo el amor, sino el odio».
El nacionalismo catalán, como todos los nacionalismos que en el mundo han sido, son y serán, constituye un subproducto liberal; una consecuencia morbosa de esa pretensión quimérica de construir una «nación» con leyes y decretos. Esta quimera puramente contractualista, en la que la nación se constituye mediante un acto de soberanía, olvidando las realidades históricas —biológicas— preexistentes, es la que hemos celebrado, por ejemplo, en el bicentenario de la constitución de Cádiz; y de esta quimera puramente contractualista vinieron luego todas las floraciones de odio que se dieron, y seguirán dándose, entre los pueblos de España. Este proceso ya no tiene vuelta atrás, porque la negación de una realidad biológica sólo engendra malformaciones; y el nacionalismo catalán es una malformación inevitable de aquella sin parangón y tenacísima voluntad catalana en la conservación de sus privilegios, abolidos con los decretos de nueva planta. Luego aquella negación de una realidad biológica se ha querido remediar con leyes (que si autonomías, que si patatín, que si patatán), pero para entonces la obra del odio de la que hablaba Prat de la Riba ya había prendido irremediablemente.
He aquí una paradoja atroz: aplaudimos y conmemoramos el proceso político que entronizó el concepto de nación soberana, olvidada de su realidad biológica preexistente; y, a la vez, lamentamos que tal concepto haya calado en el nacionalismo catalán. España sigue siendo ese sitio donde se pone tronos a las causas y cadalsos a las consecuencias, en acertada frase de Vázquez de Mella.
Juan Manuel de Prada, ABC, 15/9/12