El Correo-LUIS HARANBURU ALTUNA
Un Gobierno que en nombre de la libertad sojuzga a quienes no son nacionalistas no merece el adjetivo de democrático
Algún día, tal vez, se le ocurrirá a algún politólogo posmoderno inventar la ciencia de la ‘cromatología política’, pero mientras tanto estamos condenados a dar palos de ciego o recurrir a la metáfora para desentrañar los arcanos del significado de los colores políticos. Hay algunos que son evidentes como el rojo del comunismo, el azul del falangismo o el negro del nazismo, pero con el amarillo nos topamos ante una amalgama de posibles significados, aunque casi todos ellos negativos o cuando menos ambiguos.
Posiblemente sea el de la ambigüedad la característica principal del color amarillo que no en vano figura como la enseña del Vaticano. Pero amarillos eran también aquellos sindicatos de comienzos del siglo pasado, no solo por su vinculación con el estamento clerical sino por la ambigüedad de sus actuaciones y metas. Por ejemplo, el sindicato ELA-STV tuvo que apechugar en sus comienzos con el estigma del amarillismo por su pretensión de compatibilizar a la patronal y a la clase obrera con la excusa de pertenecer a idéntica patria. Aquel estigma es hoy tan solo un recuerdo fugaz en la rotunda ejecutoria de un sindicato retrotraído a los tiempos de la estrategia de clase contra clase, propio de Tercera Internacional. El amarillo, sin embargo, ha quedado en la retina de los movimientos sociales como el color de quienes pretenden una cosa y su contraria. El amarillo es, definitivamente, el color de la ambigüedad, de lo híbrido y de lo indefinido. Los genios de la mercadotecnia que monitorizan el ‘procés’ catalán no podían haber elegido mejor color que el amarillo para sus lazos, plazas, playas y las torres de sus iglesias.
El color amarillo con el que Cataluña se ha travestido es la metáfora perfecta de la hibridez y la impostura política de su independentismo. La sedicente democracia catalana es una democracia cuando menos atípica que, si bien guarda las formas de una democracia, carece de los valores que le son propios. El maestro del constitucionalismo que es Luigi Ferrujoli distingue con acierto entre las formas democráticas y los valores democráticos; entre la forma democrática y su substancia. También el antropólogo bilbaíno Juan Aranzadi, el autor del ‘Milenarismo Vasco’ y de ‘El Escudo de Arquilooco’, distingue entre democracias plenas y democracias formales que carecen de todos o algunos de los valores democráticos. Como ejemplo de una democracia formal carente de valores democráticos, Aranzadi menciona el caso de Israel que, como Estado judío, se rige por formas democráticas aunque discrimina a una parte de sus ciudadanos por no ser judíos de raza o religión. Desgraciadamente, existen en el mundo muchas autoproclamadas democracias que aun guardando las apariencias de una democracia no pasarían por el control de calidad democrática si es que hubiere una ITV política al modo de los automóviles.
La Cataluña independentista exhibe sus lazos amarillos para significar que España es una nación escasamente democrática, que tiene presos políticos e impide la libre autodeterminación de sus ‘pueblos’. El lazo amarillo catalán, sin embargo, se ha convertido en la mejor exhibición del carácter híbrido, ambiguo y espurio del ‘proces’. El amarillo catalán se ha convertido en el símbolo del supremacismo de una parte de la población sobre la mayoría de la ciudadanía. Esa mayoría de ciudadanos a quienes el nada honorable presidente Torra ha llamado hienas y es considerada como «bichos» por algunos de sus alcaldes. Animalizar a un ciudadano es el modo de deshumanizarlo y condenarlo a la anomía o algo peor. Aquí, en esta ‘democrática’ Euskadi, algunos llamaron ‘txakurras’ a quienes luego asesinaron. El amarillo catalán es la metáfora de una democracia que ha renunciado a los valores de la libertad, la igualdad y la fraternidad, valores constitutivos de la democracia. Un Gobierno que en nombre de la libertad sojuzga a quienes no son nacionalistas, declara como no iguales a sus ciudadanos en virtud de su pensamiento o lengua y quiebra la convivencia democrática para imponer la supremacía de unos sobre otros no merece el adjetivo de democrático. Cerrar el Parlamento para no escuchar las voces disonantes o utilizar la intoxicación propagandística para propagar la mentira y aparecer como víctima de una supuesta opresión cuando se es el victimario, reflejan la obscena impostura de quien se cree excepcional e inmune a la ley democrática.
La democracia posee la fuerza que le otorga el imperativo del interés general y del supremo fin de la convivencia ciudadana. La violencia que en Cataluña ejerce el soberanismo sobre el resto de la ciudadanía es una anomalía que la ley democrática debe subsanar. La Constitución que nos hace libres e iguales no puede permitir que en Cataluña se gobierne de espaldas a los valores democráticos. Convendría que el presidente Sánchez recordara que tan democrático es el uso de la fuerza democrática como lo es el voto o el diálogo para apaciguar a quien solo desea «atacar al Estado».